Oda Perruna - Lili Vargas

 


Nunca, hasta los diez años, había tenido un animal, a excepción por supuesto de las hormigas del patio que vigilaba con la regularidad y la precisión, que un científico envidiaría.

 

Llegó atado a un lazo de ixtle de la mano de mi hermano, nunca supe su edad, sólo que todavía era cachorro.

 

Un pequeño ser peludo, color amarillo, despeinado, un poco sucio por los días que estuvo en la calle y expresando felicidad con su colita.

 

No recuerdo la fecha exacta, pero se que llegó después de julio, del año en que se había realizado el primer viaje tripulado a la luna, en la nave Apolo 11, de la cual tomaste el nombre.

 

Contigo aprendí el amor incondicional, a tener paciencia para ayudarte a aprender, a cuidar a un ser indefenso al que no entendía, al que solo trababa de traducir, aprendí que se puede ser feliz sin buscar un motivo, a entretenerme con los juguetes mas simples, como una ramita de árbol, a explorar el mundo y a no discriminar a nadie, saludando a todos.  

 

Fuiste mi gran compañero en mi adolescencia, supiste de los enamoramientos, oíste mis confusiones juveniles, las pláticas interminables con mis amigas y un día tomaste un nuevo camino, pero sin lazo de Ixtle.

 

Pasaron muchos, muchos años, hasta que la vocecita aguda de la niña torbellino de mi vida, que me decía sin cansarse “quiero un perro” me lo repetía todos los días y a todas horas, yo le explicaba racionalmente que no podíamos, por el espacio, por las actividades y demás razones adultas, pero ella seguía insistiendo, hasta que un día le prometí, -creo que, por desesperación-, cuándo tengamos una casa con patio, vas a tener un perro.

 

Llegó el día de la casa con patio, me recordaron mi promesa y por supuesto, había que cumplirla.

 

La única condición que puse fue, que no sea un perro pequeño y así llego una mota café de un mes y medio de edad, para el cual ya teníamos el nombre, después de diversas propuestas y arduas discusiones, el nombre elegido fue Kronos, el dios del tiempo.

 

Resultó ser el más voluntarioso, consentido y precioso perro, un labrador color chocolate con el que aprendí sobre la autoestima y el hedonismo, porque gustaba de comer como todo un gourmet, le encantaba la pasta, sobre todo la lasaña como al personaje de caricatura “el gato Garfield”, dormir plácidamente y vivir de su rostro, posando en todas las fotografías. 

 


Un año después, en una junta familiar en la que se discutió sobre la soledad de Kronos, acordamos traer otro perrito para que se acompañaran y así llegó Groovy una preciosa perrita color miel. 

 


Ella vino a romper la tranquilidad del guapo Kronos y le armó una revolución en menos de un año, la hermosa peluda nos regaló doce, sí, doce cachorros, pero ¡oh sorpresa! ninguno era ni color chocolate, ni color miel, todos eran negros, para ser exacta diez negros y dos bicolor, negro con amarillo.


En menos de dos años había en casa catorce perritos, la vida no daba para atenderlos y así se tomó la decisión de darlos en adopción.

 

Cuatro meses de un gran aprendizaje para toda la familia, mis hijos aprendieron la fragilidad de un pequeño ser, la paciencia y el amor de una madre, también aprendieron a hacerse responsables de otro, porque debían ayudar a Groovy a cuidarlos por turnos, los cuáles eran inamovibles, finalmente un día de mayo se fueron nueve cachorros con sus nuevas familias y tres se quedaron en casa.

 

Blue el primero que nació, nos enseñó a no darnos por vencidos ante ningún obstáculo, el se rompió una patita, sin embargo, era un campeón con grandes ojos azules, le encantaba correr largas distancias, por lo que en muchas ocasiones nos acompañó a las carreras que hacíamos en familia.  

 


Indie, la vocera del equipo, ladraba absolutamente por todo y también si no había motivo, nos enseñó a no quedarnos callados jamás y a no rendirnos si queríamos algo.

 

Bubba un ser peludo muy especial con la que tuve un lazo entrañable, ella sabía cuando estaba feliz o triste, cuando lo consideraba necesario, se sentaba junto a mi, ponía su pata en mi pierna y permanecía inmóvil en silencio, como si me diera su apoyo, esto realmente muchas veces me reconfortó.

 

Transcurrieron algunos años en calma con cinco cachorros, todos hermosos y alegres, pero una mañana, no me salieron las cuentas, había seis, volví a contarlos y efectivamente eran seis.

 

La noche anterior mis hijos habían rescatado de la calle a un oso, ¡perdón! a un enorme perro blanco peludo, que después supe que era un Gigante de los Pirineos.  



 Según la promesa de mis hijos, sólo se quedaría unos días, mientras encontraban a sus dueños, se quedó más o menos tres mil días y llevó el nombre de Hermes, él nos enseñó la voluntad y la libertad, no había poder humano o correa que le obligara a hacer algo que no quería, simplemente era, un alma libre.

 

Cinco años después, el destino me tenía preparada otra sorpresa, un perro más, pero esta vez no era un oso, era un caballo, una Gran Danés negra con blanco llamada Kiara, junto a ella, los labradores parecían perros chihuahuas. 

 

Cada día o mejor dicho cada perro más, la camioneta crecía para transportarlos, inexorablemente nos fuimos acomodando poco a poco para el transporte de hijos adolescentes y perros, en ese momento, el vehículo parecía de reparto.

 

Años después, como dice la leyenda, seis de ellos tomaron sus alas y volaron al arcoíris para esperarnos y desde ahí cuidarnos.

 

Y volvimos a empezar… “Kiara está muy sola” dijimos, entonces para acompañarla llegaron Sunny un labrador y Orión otro Gran Danés, ambos rescatados de la calle. 

 


No pensé en las consecuencias que tendría la única condición que puse, “que sea un perro grande”, hoy están conmigo enseñándome día a día el amor y la felicidad, dos Gran Danés de un metro de altura y un labrador color miel, como mi primer perro, Apolo.

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