Intercambio Epistolar - Esther Solano


Hoy no escribo cartas, acaso tres o cuatro tarjetas de cumpleaños al año, en cambio, cada día, redacto muchos correos electrónicos y otro tanto de mensajes de texto con emojis y stickers.

Sin embargo, conozco - y extraño - el ritual de escribir una carta a mano, en hojas de papel, doblarla, depositarla dentro del sobre, escribir la dirección del destinatario, de una misma, ir a la oficina de correos, comprar las estampillas, pegarlas en el sobre y finalmente depositar la carta en el buzón. Entonces, esperar, hasta que semanas después un cartero traiga de regreso la respuesta.

A lo largo de mi vida he escrito un buen número de cartas: las consabidas cartas anuales a los Reyes Magos, algunas sentidas cartas de amor, aunque ni todas fueron entregadas, ni todas tenían destinatario, y las que escribí durante los cinco intercambios epistolares que he mantenido hasta ahora.

El primero, con mi Tía Abuela Margarita, cuando la conocí ella tenía más de ochenta años y era casi ciega. Nunca se casó. Vivía en Autlán en Jalisco con su hermana mayor, la Tía Toña, una mujer muy alegre que mataba las cucarachas a pisotones, gustaba de fumar y cantaba canciones de principios de siglo, al cumplir Toña noventa años una nieta las llevó a vivir con ella a Guadalajara.

Recuerdo los sobres blancos con las orillas con las diagonales verdes, blancas y rojas, mi nombre antecedido por la palabra “Señorita” y escrito en letra manuscrita que delataba la edad de la remitente. Las cartas eran breves, con buenos deseos, bendiciones y saludos para mis padres. Agradecía mis cartas. En sus misivas narraba cómo cada vez veía menos y algunos accidentes que tuvo por esa razón. Las últimas cartas denotaban la dificultad que tenía para escribir, las líneas cruzaban las hojas de manera transversal. La última carta que recibí de su parte fue escrita por su sobrina nieta. Supe de su muerte por mi padre, y me llené de culpa por haber dejado de escribir.

El segundo, con Mariana, mi gran amiga de primero de secundaria, con quien intercambié cartas cuando se mudó a Zacatecas. A pesar de que sólo coincidimos en primero de secundaria, tenía un problema en una de sus piernas, cojeaba notoriamente. Había pasado numerosas cirugías lo que había hecho que se atrasara un año y terminara cursando el mismo ciclo que su hermana menor, así fue como tuve de compañeras a las hermanas Cabañas Pinos. Mariana tenía un hermoso cabello castaño claro, era dulce e inteligente, pero la escuela no dejó satisfechos a sus padres y al finalizar el primer curso las cambiaron a una escuela más cerca de su casa, una pérdida para mí. Meses después se mudaron a Zacatecas donde su Papá abrió una ferretería, la Ferre “Reques”, a donde dirigía las cartas porque al parecer a los carteros se les dificultaba ubicar su casa. Intercambiamos cartas por cuatro años, de tercero de secundaria y durante toda la preparatoria, finalmente entró a estudiar Medicina, la visité en Zacatecas una sola vez, poco después dejamos de escribirnos, nuestras carreras eran muy demandantes. Cada una había tomado su camino.

El tercero, con Araceli, compañera de primaria y secundaria quien pasó unos años en España con la familia de sus padres en Galicia. Araceli era, como yo, la hermana mayor de tres, su hermana iba en el mismo curso que la mía, los respectivos terceros hermanos mucho más jóvenes, salvo que el suyo era varón. Era divertido reunirnos las dos parejas de hermanas de edades tan parecidas, casi siempre en su casa, compartir nuestra perspectiva de las historias y personajes que todas conocíamos, cantar juntas las canciones de moda, imaginar el futuro. El intercambio fue muy neutro, no recuerdo ningún gran secreto entre esas líneas. Sin embargo, lo que viene a mi memoria son los timbres postales, siempre iguales: la imagen monocromática del perfil del Rey Juan Carlos I en verde o naranja.

El cuarto, fue con mi Padre quien durante mi segundo año de preparatoria se fue a cumplir una asignación de trabajo en Estados Unidos. Durante ese año mi Madre se hizo cargo de nosotras, era una casa de mujeres: mi Madre, mis hermanas y yo. En ese periodo hablábamos por teléfono con mi Padre, aunque entonces las llamadas internacionales eran muy caras y el tener que estar reloj en mano nos dejaba muy frustradas, así que además de las llamadas semanales escribíamos cartas. Mi Padre escribía una carta por semana, primero nos escribía en colectivo, nos contaba dónde vivía, el trabajo que hacía, si leía, corría alguna distancia más larga de lo normal o participaba en alguna competencia. Finalmente dedicaba unas líneas específicas a cada una de nosotras, a mi Madre, a mí, a mi hermana. Ese intercambio concluyó naturalmente, cuando regresó a México.

El quinto y hasta ahora el último, fue años después, siendo adulta, madre por primera vez. Durante mi estancia en Inglaterra. Además de las conversaciones telefónicas y los correos electrónicos enviaba a mi Madre fotografías impresas de mi hijo. Los bebés siempre retratan bien, y claro como Mamá-Cuervo siempre diré que fue un hermoso pequeño. Acompañaba las imágenes de breves notas o cartas. El correo en Inglaterra es mucho más eficiente que el mexicano. Mis cartas tardaban exactamente dos semanas en llegar, las que mi madre me llegó a enviar, tardaban un periodo de tiempo incierto, se perdían en un limbo doloroso de duración variable entre dos y seis semanas. Terminó siendo un intercambio unidireccional, ella finalmente desistió de lanzar botellas al mar.

Me gustaría releer esas cartas, atestiguar el paso del tiempo, pasar las yemas de mis dedos por el papel, olerlas, ver los timbres postales cruzados por los matasellos delatando fecha y lugar de envío. Sin embargo, todas ellas se perdieron en el naufragio, ahora sólo quedan algunas imágenes en mi memoria y este relato. Quizás ha llegado la hora, de buscar un nuevo destinatario y construir con paciencia un nuevo pasado epistolar. 

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