TRES INSTANTES ANTE EL ESPEJO - Sandra Luna


—Uno
Mis abuelos crecieron en un mundo de pocos viejos. Casi todos sus mayores murieron antes de ver su cabello gris o su piel apergaminada. Así que cuando les tocó a ellos el turno de serlo, tuvieron que improvisar. Mi abuelito, por ejemplo, no tenía claro cuándo comenzaba esa tercera edad, así que la inició a los 50, por si las dudas. Desde entonces pedía deferencia para sus años y comenzó a soltar de vez en cuando una frase incierta pero conmovedora: "Yo, ya no; yo, ya no...", seguida por un largo suspiro. En sus últimos años, cuando la expresión ya era pertinente y significativa, la repetía varias veces al día, con gestos que nunca perdieron su eficacia melodramática. A mi abuelita la vida trató de jorobarla, literalmente. Lo logró solo a medias porque si bien la inclinó desde los sesenta, restándole algunos centímetros de estatura, jamás le quitó las ganas ni las fuerzas para cultivar su tierra y cuidar a sus animales. Vivió cinco años más que su marido y solo dejó de trabajar los últimos seis meses. Ellos dos fueron los primeros viejos que conocí y amé, y las primeras personas que temí perder.  Aunque los disfruté 25 años, por ellos, imperceptiblemente, asocié vejez con muerte.

—Dos
A los 35 años encargué un retrato al óleo. Según las estadísticas del INEGI, estaba justo en la mitad de mi vida, un buen punto de corte. Según la única lápida que sobrevive, por cierto, en el atrio de la iglesia, mi bisabuela materna murió a la misma edad, como lo hacían casi todas las mujeres de su tiempo, en 1930. El del retrato sí es mi rostro, pero no me reconozco del todo; en la nariz hay un plieguecillo inesperado. "Así se te hace cuando sonríes a medias", me dice el pintor, que es mi amigo. Lo confirma un primo, luego una tía. Resulta que mi cara no es la que creo, sino la que miran los demás. Cuando cuelgo el cuadro, no puedo evitar una sensación de cierre. Mis primeros 12 mil días están ahí, recogidos en esa sonrisa que a algunos puede parecer indecisa. El escote deja ver un pecho firme, a pesar de haber latido tanto. El primer acto concluye. Aplausos. Cae el telón. Intermedio.   
                                    
—Tres
Escribo/leo/pronuncio varias veces al día la palabra "envejecimiento". Es mi trabajo. Mis compañeros estudian los mecanismos de oxidación de las células, las tipificaciones del maltrato y el abandono, los riesgos de la polifarmacia, las fases de la demencia. Pero también promueven la autonomía, el autocuidado, el empoderamiento, la perspectiva del curso de vida. Aghhhh. ¿Y yo...? Un sábado, a mediodía, mientras recibo el combo para pies y manos que ofrece al 2x1 la estética del barrio, sufro una nociva sobreexposición al reflejo del espejo oval. Cuarenta y tantos minutos de escudriñamiento me hacen cobrar clara y brutal conciencia de mis cuarenta y tantos años de lágrimas y risas. El segundo acto va corriendo muy de prisa. Sin guión, ni ensayo. Es un impromptu que peligrosamente oscila entre la farsa y el melodrama. Salgo a escena caracterizada como dama joven, pero mi monólogo está cargado de preocupaciones prejubilatorias. El musicalizador suelta las primeras notas de Nereidas pero mis piernas brincan como si sonara Mala vida. El tramoyista se confunde, cree que estoy jugando y enciende las luces. En las butacas no hay espectadores, sino múltiples yo que han venido a ver de qué va la vida. Tomo mi gabardina y salgo con ellos/ellas a la calle a tomar algo fuerte. Impulso, para empezar.

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