Oda a mi bolsa - Nathán Grinberg-Zylberbaum
Mi
bolsa no es para el mandado. Tampoco es para guardar la cartera, el dinero o
las llaves. No es una bolsa lujosa: Louis Vuitton o Carolina Herrera, no. Mi
bolsa es incolora, transparente y por sí misma no vale nada.
Mi
bolsa es de plástico y aunque no sirve para mucho por ella misma, contiene la
fuente de la vida, mi vida: cada día se saca del refrigerador, así, siempre a
la misma hora para que a las nueve cuarenta y cinco de la noche haya subido su
temperatura y se acerque a la del medio ambiente.
Esta
bolsa contiene substancias y elementos que dan la vida, o más bien ayudan a que
la vida prosiga: proteínas, vitaminas, minerales; en fin, un número incontable
de moléculas. Su contenido es blanco, como la espuma del mar y tan indispensable
como la leche materna. Ese contenido es responsable para que yo persista en
ocupar el mundo de los vivos.
Una
bolsa que no vale nada, con un contenido que lo vale todo. Esa es la paradoja
de mi bolsa.
Todas
las noches la conectan, por medio de un cordón umbilical, a mis venas. Por ese
cordón pasará la vitalidad, la alegría y hasta el no tener que preocuparme por
comer, puesto que ella suple mis necesidades y requerimientos para sostenerme
en pie.
En
cierto modo la odio, porque soy su esclavo, dependo totalmente de ella. Sin
ella yo no estaría aquí.
Noche
tras noche, me inyecta, esta bolsa, un día más y cada día, otro más. No sé
hasta cuando, pero no importa, porque por lo pronto, estoy vivo.
Pero
sin esa bolsa simple, que contiene el oro blanco, yo estaría muerto, desde hace
mucho tiempo.
Además,
soy su rehén porque el cordón umbilical no es perfecto: tengo que ajustar el
goteo y calcular que se vacíe la bolsa en nueve o diez horas (tendré que velar
para no perder el ritmo y ser preciso en mis cálculos).
A
cada mañana me desconectarán el cordón y seré libre por catorce o quince horas.
No me quejo, pero tampoco me da felicidad, tener que requerir de ese
instrumento.
Para
bañarme tengo que proteger la zona de inserción del cordón, por eso no puedo usar
la regadera y solo puedo utilizar la de teléfono, una manera muy europea de
bañarse, que no fue la que aprendí en mi infancia.
Hay
que conformarse, resignarse, es más, agradecer fervientemente a esta fiel
compañía, que me cuida, diariamente, desde hace nueve años. Y me da fuerzas
para seguir. Una bolsa barata, con un contenido carísimo, entrañable y bendito,
exquisito y urgente, esa es mi bolsa.
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