MI INDIA - Patricia de los Ríos

27 de mayo del 2020

Se me ocurre pensar que uno puede tener un amor platónico, no solo por una persona, sino por un país. Ese es mi caso: amo la India. Hace décadas que vivo enamorada de ese país tan lejano. Y ha sido un amor cultivado de muchas formas.
En la década de los años 1960, los jóvenes voltearon hacia allá en buscar de algo que no encontraban en occidente, así los Beatles y, tantos otros, fueron a conocer a Maharishi Majesh Yogi y quienes no podíamos ir a la India, usábamos aquellas hermosas blusas de algodón tejido y faldas envolventes que tanta sensación de libertad y de ser cool, nos daban. Casi puedo sentir aquella sensación, con el cabello también suelto y sin zapatos.
Después la yoga fue mi vinculo, no solo la he practicado toda la vida sino que también leí los Yoga Sutras de Patanjali. Nunca he sido una gran yogini, pero tampoco lo he dejado y he tenido grandes maestras incluso televisivas como Lilia Folans, después mi amada Herta Rog, quien contribuyó a difundir esa disciplina en México, invitando a los mejores maestros y, desde hace varios años, que no pasan en vano, mi querida amiga y extraordinaria maestra de yoga terapéutico, Cinzia Moccia, quien además por su experiencia en el ramo del turismo me aconsejó cómo viajar por ese país, en el que ella se ha formado como maestra y conoce bien.
Mientras estudiaba en Estados Unidos, conocí a Shama y a Manabi, dos amigas hindúes fantásticas. Manabi, mi compañera del doctorado, y Shama. economista, quienes me trajeron un India más cercana. Mujeres exquisitamente educadas en escuelas inglesas, muy cultas y, al mismo tiempo, con un peculiar pudor respecto a temas como el sexo o las emociones. Ellas, me contaban cosas que me parecían de novela, como que una de sus tías, tenía un astrologo, de planta en su casa, quien determinaba los momentos más propicios para cualquier ceremonia o evento familiar importante. La otra, soltera, me contaba como su mamá le tenía listos varios pretendientes cuando iba de vacaciones a casa, a pesar de estar haciendo un doctorado, para encontrarle un novio era normal.
Mi amor también se aderezaba con objetos, como un elefante de metal sosteniendo el mundo, que me compré en PIER Imports, por muy poco dinero, cuando me sentía deprimía. También seguía leyendo libros sobre la India como la biografía de Gandhi.
Cuando terminé el doctorado, ya estando sin mi hija en Maryland, me regalé una novela de más de mil trescientas páginas que me fascino: A Suitable Boy de Vikram Seth, en ella se cuenta la historia de la India, desde la Independencia, a partir de cómo una madre busca un novio adecuado para su hija. Con esa novela, mis amigas hindúes fungieron como guías. Todavía tengo mi ejemplar, lleno de anotaciones, sobre lo que quieren decir ciertas palabras u objetos, que ellas me iban explicando.
Llegué a México en 1995, fui a la presentación del último libro de Octavio Paz, Vislumbres de la India, comentado por la poeta Elsa Cross en la Casa Lamm. El libro me fascinó y, por supuesto, al autor lo admiraba desde la adolescencia. Me arrepiento de no haberle pedido que me lo autografiara, poco después, enfermó. También me volví lectora de la poesía de Cross, muchos de sus libros están inspirados en la India, como es el caso de Canto Malabar.
Como con la crisis desatada ese año por el famoso “error de diciembre” mi India era un lejano, si no imposible sueño, yo lo alimentaba con colchas y cajas de madera. Y, por supuesto, con libros. Muy críticos como India de V.S. Naipaul o extraordinarios, como esa novela de dioses que es Ka de Roberto Calasso. A pesar de esas lecturas y de mi nostalgia por la India, nunca me interesó el hinduismo como religión, Cross, por ejemplo, era discípula de Guru Mai y yo tenía amigas que frecuentaban su Ashram en México.
Mi única experiencia en ese lugar, fue un día en que fui a preguntarles por Herta Rog, sus discípulas, hicieron un conciliábulo, como si fueran miembros del partido comunista, y me la negaron, curiosamente ese mismo día en el directorio de la revista Yoga Journal la encontré y me quedé en su clase muchos años. Mi hija decía que tenía una mamá que cuando salía a la sala veía parada de cabeza.
Después me convertí al budismo, religión que rechazó muchos de los elementos fundamentales del hinduismo, particularmente el sistema de castas. Nuestro maestro Sangarakshita, había sido amigo del Dr. Ambedkar en la India quien luchó en contra de ese terrible sistema, que aunque ya no es legal sigue destruyendo la vida de millones de personas. Eso me hizo alejarme y aun rechazar a mi amor platónico, aunque seguí leyendo a Vikram Seth o a Arundati Roy y viendo cine.
Por fin en 2020, el sueño largamente acariciado de visitarla se cumplió, pues tenía mi año sabático. Pude ir a un peregrinaje budista al norte, a las tierras donde se iluminó y predicó el Buda e incluso ir a Nepal, al extraordinario sitio donde nació. Esa es otra historia que no cuento aquí.
Al regresar a Delhi desde Katmandú, mi hija Mariana me alcanzó, pues a pesar del sistema de castas, mi atracción y amor por la India no se habían apagado y yo quería conocerla. Curiosamente había habido como premoniciones. Por ejemplo, una joven hindú, Devika, se volvió roomate de mi hija y ella le sugirió que también tenía que conocer su país. Esa amiga quedó impresionada con lo que yo sabía y con los objetos que teníamos, ninguno era caro o lujoso, pero sí evidencia de mi continuado amor.
Además de visitar Delhi, pudimos ir al Taj Majal. No importa cuántos documentales o fotos uno ha visto, es como un sueño y tiene la gracia de no ser un monumento al poder, sino al amor. Después fuimos a Rajastán y recorrer diversas ciudades como Jaipur, la capital, Pushkar, Jodphur, Udaipur, ciudades que fueron viejos reinos de los rajputs, quienes resistieron a los mogoles.
Los fabulosos palacios, ahora convertidos en museos, las zenanas, donde vivían enclaustradas las marahanis o esposas principales de los marahas, la ranis, esposas secundarias, y las decenas o cientos de concubinas, nos hablan de un mundo en el cual todavía hoy la situación de las mujeres es terrible y eso, por supuesto, me parece espantoso, aunque también habla de la impermanencia, el poder de los marahas que duró miles de años desapareció y con ellos sus palacios y sus mujeres.
Sin embargo, mi amor no me decepcionó es un lugar de grandes contrastes: vacas sagradas que comen basura, basura que abunda. Hombres y mujeres de enorme belleza. Los colores, los aromas, la religión de los tres mil dioses que todo lo permea. La maravilla de los textiles. Los saris, aun en las mujeres más pobres, son extraordinarios. El ver aparecer en una autopista a un camello o a un elefante. Lo que se sexualiza o no, en la tierra del Kama Sutra. No mostrar el pecho o los brazos, pero si el talle y las lonjas, alegremente. Y qué decir, de la comida, del sentido comercial de la gente, de los monos, los plantíos de marihuana, los colores de la fiesta de holi.
Y claro la política actual, el señor Moodi y sus políticas fascistoides y nacionalistas, el conflicto entre hinduistas y musulmanes que no se resolvió con ese gran trauma que fue la separación de Pakistán y Banglasesh
Nosotras gozábamos de conocer ese mundo colorido, abigarrado y dulce cuando el coronavirus nos obligó a huir. Al regresar, pude leer la novela Raj de Gita Mehta y Pasión India de Javier Moro. No me parecieron gran cosa literariamente hablando, pero si me permitieron acercarme a lo que fue el dominio británico y, en particular, a esa zona de la India que sí pudimos recorrer: Rajastán.
Regresamos en uno de los últimos vuelos de Air India, pero como a mis otros amores platónicos, la confrontación con la realidad, no los mancha y yo espero volver. Por lo pronto, leo El ardor, de Roberto Calasso, pues mi ardor por la India no ha disminuido.

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