EL MAGO DE CANTABRIA - Lola G. Casanova


A mí me lo contaron, como lo recuerdo te lo cuento:
1.
Eran los años veintes del siglo pasado. El tío Fernando iba en un tren  que viajaba hacia el norte. Acababa de terminar sus estudios de ingeniería y había decidido  pasar unos días con familiares en Aguascalientes. Era un hombre joven, de unos veintitantos años, guapo, delgado, de pelo castaño oscuro ligeramente ondulado, y vestía con elegancia. Dejó un momento el libro que estaba leyendo; sacó del bolsillo de su chaleco un reloj de oro y vio la hora antes de asomarse por la ventana. Se quedó un rato mirando distraídamente  el paisaje árido mientras escuchaba el sonido monótono  del tren que lo adormilaba.
De pronto le llamó la atención  un hombre que estaba sentado frente a él,  que al parecer lo había estado observando y que, antes de que pudiera mirar a otra parte, lo increpó:  --Está usted muy serio,  ¿qué estará pensando?-- Le hablaba con un tono muy marcado. Era algunos años mayor que él. De estatura mediana. Un poco grueso. Iba vestido de civil, bien vestido. Llevaba sombrero de fieltro.  Aunque ya se le notaban las “entradas”, tenía mucho pelo, muy negro, brillante y un bigote tupido y ariscado, con las puntas hacia arriba. Su mirada era directa, inquisitiva, penetrante. Fernando le saludó cortésmente y empezaron a platicar. Durante la conversación, el joven se lamentó de que la Revolución, que había significado tantas muertes y tantos sacrificios para el pueblo, no hubiera servido para nada.
--¿Por qué dice usted eso?-- le reclamó el otro.
--Pues porque no terminó con la desigualdad social, al contrario-- dijo Fernando, -- es muy marcada. La gente no tiene qué comer, el pueblo no tiene educación. Unos cuantos se están enriqueciendo a costa de la mayoría. Los grandes generales del ejército revolucionario andan paseándose por todos lados, borrachos, luciendo unos anillos enormes, cometiendo arbitrariedades.
 --¿Ah sí? ¿Eso le parece? Pues míreme, ¿usted cree que estoy borracho?---
--No, no, usted no.
--Míreme las manos--, le dijo el desconocido interlocutor, al tiempo que las extendía con los  dedos abiertos, unos dedos gruesos, oscuros,  cubiertos de vellos negros-, ante la mirada incómoda de Fernando.
--¿Cuántos anillos tengo? Cuéntelos. –
-- No, ninguno, usted no tiene anillos.
--No, ¿verdad? Y dígame usted, joven ¿a qué se dedica?, ¿qué hace usted por acabar con esa injusticia social que tanto le lastima? Porque nosotros pudimos haber cometido errores, pero no lo hemos hecho deliberadamente.
--Pues nada, realmente. Acabo de terminar mis estudios, soy ingeniero agrónomo.
--No me diga. ¿Y qué piensa hacer? ¿No le gustaría trabajar para que la Revolución le cumpla al pueblo? --. Antes de despedirse,  le entregó una tarjeta a Fernando y le dijo: Búsqueme cuando regrese a la ciudad.
2.
El padre de Fernando, Pablo, había nacido en Mérida, a mediados del siglo XIX. Cuando apenas tenía trece años se disgustó con su padre, el abuelo, un coronel que había luchado  en la Guerra de Castas. Era éste un hombre muy severo y después de una discusión con su hijo Pablo, enfurecido, lo corrió de su casa. Pablo se fue a buscar su propia suerte y cuando nació su tercer hijo, Fernando, ya era dueño de una compañía naviera que le permitía a él y a su familia vivir más que holgadamente. Sin embargo, murió cuando Fernando era aún niño. Su viuda fue despojada de  su fortuna y junto con sus tres hijos se fue a refugiar a Aguascalientes, a casa de una hermana que estaba casada con un hacendado, dueño en ese entonces de dos terceras partes de ese estado.
Fernando creció ahí, entre señoritos. Cuando estalló la Revolución  se dieron cuenta de que no sabían hacer nada para ganarse la vida. Los hombres se dedicaban a cazar y a montar a caballo, no sabían trabajar. Las mujeres en cambio habían aprendido a  preparar dulces y a realizar  complicadísimos bordados en  manteles de telas muy finas.  Fueron tiempos muy difíciles con relaciones muy complejas especialmente con los peones y criados fieles de las antiguas haciendas. Los más emprendedores encontraron la forma de capitalizar sus productos;  Consuelo, su prima, por ejemplo, se dedicó a vender el delicioso dulce de leche que preparaba cada vez en mayores cantidades, que después industrializó generándole grandes ganancias a toda su familia. Varios de los primos de Fernando se fueron del lado de los revolucionarios; algún otro se  subió de polizonte en un tren y desapareció para volver muchos años después de Estados Unidos. Los más chicos aprendieron a vivir de otra manera, estudiando, preparándose para trabajar mientras mantenían algunas formas de entretenimiento propias de esa “aristocracia” mexicana.
Así, junto con el estudio formal en el internado de jesuitas en Toluca, primero y después en universidades de Europa, aprendieron otras artes como la astrología, la telepatía y la hipnosis. Fernando y su hermano mayor Pablo y el primo de ambos, Alfonso, practicaban la telepatía de ciudad a ciudad; uno se quedaba en México y los otros se iban a Toluca. Para ese entonces ya vivían todos en Tacubaya. Cuentan que un día por la noche se oyeron gritos y lamentos: --¡Sáquenme de aquí, entréguenme a la policía si quieren, prometo no volver a robar en mi vida, pero por favor, sáquenme de aquí--. Eran las llamadas de auxilio suplicantes de un pobre diablo que había entrado a robar a la casa, aprovechando que había una ventana abierta que daba a la calle. Lo que no sabía el infeliz es que en esa recámara guardaban los “primitos” las víboras que utilizaban para sus prácticas de hipnosis.

3.
Unos días después de su regreso a la ciudad de México, Fernando encontró en la bolsa de su saco la tarjeta olvidada. Decidió ir a visitar al general Múgica y en menos de una semana viajaba nuevamente, esta vez hacia Yucatán. Años después una pariente suya, que por cierto insistía en negar  el parentesco, se quejaba amargamente de cómo había llegado este insolente  a repartir las tierras de sus mayores.
En efecto, al llegar a Mérida le recibieron en casa de unos tíos. Le hicieron fiestas, le presentaron a las muchachas “casaderas”; asistió a tertulias en grandes salones llenos de amigos y parientes que se dedicaron a festejarlo y adularlo. Él no les ocultó a qué había ido. Y de inmediato empezó a cumplir con su misión.  Y para que no hubiera malos entendidos empezó por repartir las tierras de sus familiares. Nunca se lo perdonaron, ni a él ni a sus descendientes.
Fernando recorrió el país como representante del Departamento Agrario. Cada vez le entusiasmaba más su trabajo y se sentía cada vez más útil. En uno de sus viajes a Michoacán le tocó vivir una experiencia que le ganaría su apodo.
Llegó de noche a una pequeña comunidad, a un caserío con antecedentes complicados. No era fácil comunicarse con los comuneros, de pocas palabras pero violentos, le habían advertido. Lo recibió un delegado. Le explicó de manera no muy clara, como con susto,  que existían dos grupos enemigos y que no podían arreglar una disputa sobre las tierras --aparentemente un grupo había desviado el arroyo de tal manera que sus tierras estuvieran siempre bien regadas mientras que el otro grupo tenía que sembrar en tierras cada vez más secas. Los dos grupos  en pugna se enfrentaban constantemente y como resultado de estas luchas quedaban siempre algunos muertos de ambos bandos.
Fernando escuchó con interés los relatos y  las advertencias y pidió que le dejaran descansar, que se verían al día siguiente muy temprano en la mañana. Que citaran a todo el pueblo en la plaza central, que ahí hablaría con ellos.
Al día siguiente muy temprano lo fueron a buscar y lo acompañaron a la plaza. En realidad era solamente un campo abierto, lleno de tierra, con algunos árboles con las hojas cubiertas de polvo. En el lugar lo esperaba la gente del pueblo: de un lado unos hombres de sombrero y machete, con sus mujeres, descalzas la mayoría, cubiertas las cabezas con rebozos, y un montón de niños, mocosos. Del otro lado, un grupo similar.
El tío Fernando se paró en el centro y los saludó amablemente. Se quitó el sombrero, los hombres hicieron lo mismo. Le arrimaron una silla y él pidió otra. Les dijo que venía a hablar con ellos, que tenían que ver la manera de  arreglar algunos asuntos. Se oyó un murmullo generalizado, de ambos lados. Que había que trabajar duro. Pero primero, les dijo, vamos a tener un poco de diversión. A todos nos gusta reírnos, ¿verdad? Nadie contestó, se miraban atónitos. ¿Quién sería este loco? se preguntaban algunos. Vamos a hacer unas competencias ¿qué les parece? A todos les gusta competir ¿verdad? Se hizo un silencio, se percibía la tensión. Quiero que me presten a dos hombres. A ver, ¿quién es el más valiente de ustedes?, preguntaba, dirigiéndose al grupo de su derecha. Díganme ¿quién es el más fuerte, el más aguantador? Algunos, desconfiados, se adelantaron sin embargo unos pasos. Volvió a preguntar, señalando a uno: ¿Éste es el más valiente? ¿Eres tú? Díganme, a quién escogen. Por fin, le dio una palmada en la espalda a uno de los hombres, era un joven alto, fuerte, de piel cobriza y bigote oscuro, tupido. Pasa para acá, al centro. Siéntate. Ahora quiero un valiente de este lado, dijo mientras caminaba hacia su izquierda. Y repitió la escena. Vamos a empezar, les anunció cuando los dos hombres estaban ya sentados, en el centro del círculo que se había formado. Parados sobre la tierra dura, los demás, niños, mujeres, hombres, ancianos, esperaban sorprendidos.
El ingeniero se paró enfrente de ellos y dijo: Como que hace frío, ¿verdad? Pus sí, tantito, dijeron. Pero, parece que hace cada vez más frío, ¿no creen? Sí, hace frío, contestaban. No sé ustedes, pero yo tengo mucho frío. Sí, decían los dos hombres más valientes, hace mucho frío. Cada vez se veían más friolentos. Doblaban los brazos cruzándolos, como queriendo cubrir sus cuerpos que temblaban. Los demás los miraban y se miraban sin decir nada. Algunos niños pequeños se pegaban a sus mamás y éstas se apretaban el rebozo, esperando a que pasara algo, no sabían qué. Ah caray, aquí sus amigos tienen mucho frío, ¿por qué no les ayudan? Les decía el tío Fernando a los demás campesinos que miraban el espectáculo. Miren cómo tiemblan de frío, acérquenles un sarape. Y así se iban acercando las mujeres a taparlos con uno, dos, más rebozos, alguien trajo una cobija, se la echó encima a uno de ellos; un viejo mandó a un niño: Vete a traer un sarape. Y así fueron cubriendo a los hombres, pero ellos seguían tiritando de frío. Hasta que Fernando dijo, parece que ya se está quitando el frío.
Y siguió: Pues sí, ya va amainando el frío. ¿Verdad que ya no está tan fuerte? Los hombres dejaron de temblar, luego se quitaron  los sarapes. Los aventaban al suelo con gestos bruscos, sorprendidos. Molestos. Ya hasta parece que va haciendo calor, dijo Fernando. Cada vez se siente más calor. Y más calor. No hace falta taparse, ¿por qué están tan abrigados éstos? La gente que miraba  empezó a murmurar, se oían algunas risas  tímidas. Ah caray qué fuerte se vino el calor. Un grupo de niños se tomaron de la mano y daban brinquitos, sin dejar de mirar a los hombres sentados en el medio de la plaza. Pero no se va el calor, está arreciando, ¿verdad?  Y eso que es temprano todavía. Los hombres se habían quitado todas las cobijas que les habían puesto encima y empezaron a desnudarse, se arrancaron la camisa y aventaron sus pantalones de manta. Las mujeres ponían cara de asombro y un poco de susto y los hombres se reían a carcajadas. Algunos niños lloriqueaban.
Cuando los dos hombres sentados en el centro de reunión de Cantabria estaban totalmente desnudos, Fernando empezó otra vez: Ya no hace tanto calor…hasta que volvieron a vestirse. La gente aplaudía y los dos hombres más valientes, uno de cada uno de los bandos enemigos, se miraban frente a frente sin saber bien a bien qué era lo que estaba pasando.
Ahora sí, ya estuvo bueno de fiesta, vamos a platicar en serio, dijo el ingeniero que había venido de la capital. Y entonces pudieron lograr un acuerdo.
Cuentan que varios años después llegaban los campesinos al Departamento Agrario, y luego a la Secretaría de la Reforma Agraria en la ciudad de México, preguntando por el Mago de Cantabria, para informarle o pedirle ayuda.

Lola G. Casanova

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