La mujer sin nombre - Aliria Morales
Quería
saber todo…
La
lectura se había convertido en su pasión, se devoraba los libros que su amiga
Susana le recomendaba; este libro era especial, nunca la vi tan interesada en
la historia, le hablabas y no te oía. El libro nuevo era incomprable, no tenía
filitos dorados, ni forro de piel color púrpura, alguna razón habría para ser
tan caro.
Desde
que llegó a sus manos, la atrapó, tenía una leyenda en la contraportada, decía
así: hace mucho tiempo en un lugar lejano, vivió la mujer sin nombre, sin
dinero, sin amigos, sin amor. Ella pensó por lo menos le hubieran puesto Ea, es
un nombre corto de dos letras, pero no, no tenía nombre.
Parecía
que ella quería leerlo ese día y concluirlo, se lo devoraba con los ojos quería
saber más y más. Ya era muy tarde, pero leía sin parar.
La
descripción de su fealdad, se quedaba corta, de verdad era fea, seguía leyendo,
iba y venía de su presente a su niñez y cada vez podía imaginarla más y más fea
de lo que en realidad era, recordó a su tío Fortino, un tío gordo, tan gordo
como feo, era Jefe de la Policía Federal Militar, eso le daba cierto poder en
lo que él decía y afirmaba, al menos así lo creía él.
Formó
a sus sobrinas, sus hermanas incluso a ella que no le preocupaba mucho, sabía
desaparecer del lugar de escena cuando quería , lo pensaba, si tenía que irse
rápidamente, su cabello largo volaba al viento, eso la hacía más fea, como
bruja, le faltaban muchos dientes dos arriba enfrente, dos abajo, no podía
quedarse ahí. Estaba chimuela, era mejor correr, desaparecer del lugar, el
juicio del tío le preocupaba, y que tal si él afirmaba que de todas las
hermanas era la más fea, más fea que la del libro, pensó ella, su vestido lucía
sucio, la falda metida en el calzón se había descocido, se le veía la panza y
el ombligo.
Sí,
pensó, soy tan fea como la mujer sin nombre, esa que solo tenía una gran
cualidad en la época que vivió: era la única que sabía leer y escribir.
Recordó
también lo que pasó en cierta ocasión en la escuela, rechazando ser princesa o reina
de la primavera si ganaba, fue un rotundo no para el maestro Ricardo, en sexto
grado tenía 10 años. Que diferente seria ser la mejor porque sabes leer y
escribir como aquella mujer fea, la que no tenía amigos, ni conocía el amor.
A
esa mujer la inteligencia la hacía diferente.
“Ese
sí que era un privilegio”.
Recordaba
su niñez, ella nunca entendió porque tenía tan mala ortografía, su caligrafía
era muy buena, sus letras eran como dibujos que bailaban al ritmo de un blues o
de alguna música, tenían movimiento, vida, ritmo, lo sabía; sus letras
mayúsculas eran las mejores, parecía que bailaban.
Ya
era tarde, pero no podía soltar el libro, decidió seguir leyendo, aunque tenía
sueño, se le cerraban los ojos, pero lo que vio la inquieto. Ahí estaba ella la
fea, la del libro, la que sabía leer y escribir, ella se cubrió la cara con un
velo purpura. Era verdaderamente espantosa, ¿qué hacia ella ahí en ese lugar? Su
velo transparente dejaba ver sus facciones, el color disimulaba los rasgos de
su cara. Su vestido era hermoso, digno de una Reina, transmitía una paz que la
empoderaba, se sabía inteligente, única, todas las mujeres ahí la veían con
cierta envidia. La fea tenía algo especial, seguridad en ella misma.
Ella tendría que tener mucho cuidado para no
ser vista por el Rey. Seguramente sería descubierta en cualquier momento, su
corazón se aceleraba, latía más rápido, se le salía el alma. Que no me vea el
Rey Salomón por favor, Dios, que no se entere de mi pésima ortografía, ahí la
caligrafía no le serviría de nada, estaba perdida.
La
fea, la que sabía leer y escribir, tenía todos los privilegios, era una de las
setecientas esposas del Rey, sin contar las trescientas concubinas. Los soldados
la llevaron ante el Rey, quien dijo muy serio sin gritar, ni parpadear, se
sentía importante, el poder de la corona lo ensordecía:
-Debes
morir- alzo la voz, lo sé tienes mala ortografía. Ese grito se escuchó en todo
el palacio, el grito rebotaba en las paredes haciéndose cada vez más fuerte,
debes morir, debes morir, debes morir.
Ella
brincó, su libro que sostenía con las dos manos fuertemente cayó al suelo,
quedando abierto en el piso de malaquita con incrustaciones de oro.
Estaba
soñando, se había metido en el libro, en ese momento sonaron las campanas, que
entraban por las puertas cerradas de su casa, todos los días a las seis de la
mañana, una oración.
-
¡Al diablo con la ortografía!
Dijo
y siguió durmiendo.
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