Oda Mínima - Esther Solano



En estos tiempos de pandemia, se puede sentir el halo de la muerte rondando por las calles de las ciudades, de nuestra propia CDMX. Calles vacías, cortinas cerradas, desolación. Las medias caras con ojos angustiados y desconfiados. Sin embargo, el monstruo más aterrador, el que sentimos respirar sobre nosotros: es la incertidumbre.

 

El miedo de no saber qué pasará ¿hasta cuándo estaremos encerrados? ¿volveremos a ver a nuestros amigos? ¿Será posible reunirse alrededor de una mesa esta Navidad?

 

Lucho contra la indeterminación a golpe de pequeñas certezas:

El techo sobre mi cabeza.

El piso bajo mis pies.

 

Los rostros de mis hijos.

La voz de mi padre.

Las oraciones de mi madre.

 

La tierra en las macetas.

El verde de las hojas.

Las horas sucediéndose en el reloj.

El sol saliendo, transitando, poniéndose.

 

Tender la cama.

Freír un par de huevos.

Tomar la taza de café entre las manos.

Calentar las tortillas sobre el comal.

 

El gato que duerme y el que se persigue la cola.

 

El agua que corre entre los dedos, durante ese acto repetido hasta el infinito.

 

Los latidos de mi corazón.

El fuelle de mis pulmones.

 

Los milagros ocasionales, discretos y poderosos:

Un pájaro que se posa en el balcón.

La luna llena asomándose entre dos edificios.

Una voz que suena en los audífonos y nos trae la noticia de que alguien que nos importa y queremos está bien.

 

El ritmo de un poema.

La intrepidez de un personaje cabalgando las líneas de un cuento.

La historia esbozada por la tinta sobre una hoja de papel.

 

La inmensa incertidumbre, vencida momentáneamente, por el pequeño conjuro de lo cotidiano.

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