LA COMBATIENTE JIMÉNEZ - Fabiola Sánchez Palacios

Francisco I. Madero inició su campaña electoral el 5 de mayo de 1910. En Guadalajara, Puebla y Orizaba juntó muchedumbres; en su segundo mitin en la ciudad de México reunió veinticinco mil seguidores. Entonces el presidente Díaz supo que no se trataba de un loco más, como su eterno opositor Zuñiga y Miranda, sino de un verdadero peligro para su régimen. Lo encarceló y trasladó a San Luis Potosí. Dos días antes de las elecciones, el Obispo Montes de Oca intercedió por él y logró sacarlo de prisión, pero tenía prohibido abandonar San Luis. Estaba vigilado.

 Panchito, como lo llamaban sus amigos, ideó un plan: dar paseos cada vez más cerca de las vías del tren, hasta que un día, disfrazado de rielero, logró subirse al vagón de un ferrocarril que lo llevó a Texas. El único amigo incondicional que tenía del otro lado de la frontera era Ernesto Fernández, quien vivía con su esposa, Mary Petre, y su hijita Irene, en San Antonio. La familia lo recibió con gusto y recelo, pero le demostraron estar a favor de la revolución.

En los siguientes días, guiado por sus espíritus, Madero redacto el Plan de San Luis. Internacionalmente lo fechó el 5 de octubre, fecha en la que aún se encontraba en México, ya que consideró indecoroso lanzar proclamas revolucionarias desde el extranjero. Ahora, quedaba el problema de llevar el Plan a territorio mexicano, asunto no menor, pues toda su correspondencia era interceptada y violada por las autoridades porfiristas. Al comentar su situación con sus amigos y hospederos, Ernesto se ofreció a llevar personalmente tan importante documento.

—De ninguna manera, Ernesto. No puedo permitir que te arriesgues— respondió el líder opositor.

Mary Petre se quedó callada pensando que su marido era mexicano y que, por lo mismo, el régimen de Porfirio Díaz no tendría piedad con él si era capturado. Viendo que era muy probable que la causa revolucionaria la convirtiera en viuda, les indicó:

—Lo voy a llevar yo y me acompañará Irene.

Los hombres protestaron airadamente ante las palabras de la mujer, hasta que ella les explicó el plan que había urdido. Coincidieron en que, aunque peligroso, tenía buenas posibilidades de éxito.

La mañana en que Mary e Irene partieron, Francisco I Madero y su amigo Ernesto tenían miedo: la casa era vigilada por agentes porfiristas. Por otro lado, aunque Mary y la niña tuvieran nacionalidad estadounidense, eso no evitaría la cólera de Díaz. Las dos estaban arriesgando quizá no la vida, pero sí la libertad. Podrían muy bien acabar en una crujía de la cárcel de Belén, en la ciudad de México, o peor aún, de ese infierno coralino que era el castillo de San Juan de Ulúa, frente al puerto de Veracruz. Madero se sentía avergonzado con su amigo por haberlos metido a él y a su esposa en un compromiso de tales dimensiones, pero la decisión ya estaba tomada.

Aproximadamente a mediodía, Mary e Irene fueron detenidas en la aduana de Nuevo Laredo por los agentes de inmigración mexicanos para indagar el motivo de su visita a México. Mary explicó que llevaba a la niña a conocer la tierra de su padre y a sus abuelos.

—¿No le parece un mal momento para viajar a México? — le dijo el aduanal clavándoles los ojos—. Cuantimás que dicen que son ustedes amigos de los Madero.

—Precisamente por eso, porque como están las cosas quizá mi hija ya no alcance a conocer a sus abuelos. Además, ¿Desde cuándo es delito tener amigos?

—¿Y por qué no las acompaña su esposo?

—Está ocupado en sus negocios. Yo puedo viajar sola con mi hija.

El aduanero, irritado por la arrogancia de la gringa, guardó silencio. Volcó todo el equipaje de las viajeras en las mesas de revisión, buscó y rebuscó en los baúles, hurgó en los reductos, revisó si tenían doble fondo, metió los dedos en las costuras de las orillas si encontrar absolutamente nada que pudiera comprometer a Mary y su hija. De repente reparó en la niña y se le quedó viendo:

—¿Cómo te llamas, hermosa?

—Irene.

—¡Entiende español!

—Como todos en mi casa.

—¡Qué linda tu muñeca! — dijo observando el juguete que la rubiecita aferraba entre sus manos. Con sus ojos entrenados para adivinar el valor real de las cosas, el aduanal supo que se encontraba frente a una Pepita Jiménez, una de esas muñecas que sólo podían poseer las niñas porfirianas de buena cuna. Era de trapo, gorda y vestida a la francesa, con manos pies y cabeza de porcelana.

Las Pepitas eran hechas bajo pedido desde España, y costaban lo del jornal de tres meses de un artesano bien pagado. Incluso cuando la familia de la dueña era verdaderamente adinerada, sus padres enviaban un retrato de la niña y un pedazo de sus trenzas. Así, el fabricante copiaría los rasgos y la vestimenta de la pequeña propietaria del juguete, e incluso la dotaría con una cabellera hecha con sus propios rizos.

—¿No me la regalas? —dijo el aduanal a Irene.

—No.

Con la crueldad disfrazada de broma que usan los adultos con los niños, el aduanero insistió:

—¡Véndamela, señora!, está bien bonita y yo también tengo una niña. ¡Le encantaría que se la llevara como regalo!  

El hombre acerco su sucia mano al impecable y almidonado vestido de la muñeca, pero Irene la agarró con fuerza y empezó a gritar:

—¡Mami! ¡Se quiere robar a Pepita! ¡Mami!

Irene comenzó a armar tal jaleo que el oficial, con el rostro congestionado de vergüenza, se apresuró a darles sus papeles.

—Ya güerita— le dijo a la niña tratando de conciliar—. Sólo estaba jugando.

Mary jaló de la mano a Irene y, pálida, se apresuró a abordar el tren. 

Al triunfo de la revolución mexicana, tanto Mary Petre como su hija recibieron un reconocimiento oficial por haber traído a México el Plan de San Luis y la orden de levantamiento para el día 20 de noviembre de 1910. Sólo la combatiente Pepita Jiménez, en cuyas entrañas viajó tan preciado documento, quedó arrumbada en un armario, sin reconocimiento alguno, traicionada por la revolución que ayudó a proclamar.

Del libro:  La Muerte es mi amiga y me anda buscando.