Mi lucha - Elena Elizabeth Cortés Arenas

 

Mujer y sus hijos van al arroyo. Niko Pirosmani

Hoy temprano oí un pregón

-¡Cooortiiineerooos, pongo cortineros!

Pensé en ese hombre, en su familia.

Quién le daría trabajo, en medio de tanta

desconfianza y temor de contagio.

Estamos solos y con miedo.

¡Solidaridad y Resistencia!

No sé por qué todo es más caro en el Estado  de México. Mi mamá dejó de visitarme hace mucho tiempo. Me dijo: -Hija, no tengo dinero para venir a verte; o gasto para comer o te visito; cobran mucho esos malditos de las micros.

Sólo Dios sabe que le hice la lucha. Me fui quedado sola. Javier se fue hace tres años. Ese día juró ante la virgen que no nos haría falta nada; besó y les dio la bendición a sus tres hijos; me dio el abrazo más fuerte que pudo y no lo volví a ver. El primer año mandaba dinerito;  de repente, nada ni una carta.

Yo lloraba hasta el amanecer pidiendo porque no le fuera a pasar nada. Hasta el año siguiente supe por mi comadre que su esposo, el compadre Hilario, y Javier se fueron juntos al otro lado a trabajar. Me dijo: “Comadre, ya no le llores a Javier, no se ha muerto. Si algún día lo vuelves a ver, no le digas lo que le conté. Tienes que saber que ya tiene otra mujer y acaba de nacer su hijo.”

Ese día me sentí morir.

Yo sé que no es su culpa. Estando tan lejos, solo, con trabájales del demonio, a pleno sol sembrando cebollas. Mientras estuvo con nosotros nada nos faltó; era el primero en levantarse, preparar su mochila de trabajo y su botella con agua y a caminar todo el día buscando trabajo. Alguna vez lo acompañe y era un orgullo escuchar su grito bien fuerte: -¡Cooortiiineerooos, pongo cortineros!

Caminaba por colonias menos pobres que la de nosotros. Eran horas y horas con su pregón. A veces, hacía dos o tres trabajos; a veces ninguno. Pero siempre teníamos algo que comer. Lo que más me gustó de Javier es que me haya sacado de blanco de la casa. Me sentía importante, a mis amigas se las llevaban sus novios o muchas quedaban embarazadas sin haberse casado.

Cuando dejó de enviarme dinero, pensé que estaría enfermo. No me desanimé. Después de dejar los niños en la escuela, iba de casa en casa para lavar ropa, trastos, lo que me ofrecieran. Siempre era poco. Después llevé una mesita y un banco para vender palomitas y dulces afuera de la escuela. Llegaba una hora antes de la salida, mis hijos me encontraban en el puesto, y de regreso me ayudaban a cargar la mesa. Después una señora me dio trabajo para que cuidara de noche a su papá; estaba muy viejito y paralítico.

 Me desvelaba mucho. Lo que me hizo dejar ese trabajo, fue el miedo de tener toda la noche encerrados con llave a mis hijos. Seguía vendiendo afuera de la escuela; lo que salía era para el día, para comprar aceite, frijoles, arroz, tortillas y a veces unas frutas bien maduras que me rebajaban de precio en el mercado. No podía pagar los útiles de la escuela, los uniformes, los zapatos, la luz, el agua. Me salvaba porque no tenía que pagar renta. Eso siempre le agradezco a Javier, que nos haya hecho un cuarto con techo de láminas de asbesto en un terreno que le dejó su abuela allá en el Estado de México. Era un pueblo, no había banquetas, todo estaba lejos: la escuela, el mercado y para tomar un autobús o una micro había que caminar quince minutos.

Después de dejar a los niños a la escuela, iba trabajar por horas con la señora de la tortillería; le ayudaba a cargar los costales de harina, a cargar la máquina, recogía las tortillas que salían bien calientes. Los primeros días, me salieron ámpulas en los dedos; después me acostumbré. Cuando se acercaba la hora para ir por los niños, salía corriendo bien sudada y acalorada. Me iba a la casa a preparar las palomitas y a caminar 20 minutos con mesa y banco para llegar a la escuela.

Los niños siempre ayudando; la niña de en medio me llenaba de ternura cuando me decía: ¡Mamá ya no llores, cuando sea grande voy a trabajar y te voy a dar mucho dinero!

Me enfermé, nadie que pudiera ayudarme. Estaba agotada, triste. Ahí fue cuando tuve una revelación, mis hijos estaría mejor con papá Dios y yo también. Fue casi de madrugada. No quería que vieran el sol ni oír sus vocecitas, ni las risas que todos los días me regalaban. Yo no sé por qué no sirvió que me cortara las venas. Quizá es para que recuerde durante todo lo que me reste de vida a mi Javier y oír de madrugada, a lo lejos, las risas de mis hijos, no lo sé.


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