ALLENDE EL MAR - Esther Solano

 


Sí, mi cuerpo había envejecido, pero la mente que deseaba tener noticias de Matthew ¿acaso no era joven? Mi espíritu se sentía de apenas veintisiete años, como cuando estaba envuelto en un cuerpo también de veintisiete años: firme, esbelto, inexperto, pero ávido de él. 

Recuerdo cómo entonces sentía la misma sed de saber de él, el vacío en la boca del estómago cuando estaba fuera de mi campo visual, como un bebé que llora la ausencia de su madre quien no existe más que cuando la ve.

Recuerdo cómo me convertía en un cascabel con sólo reconocer su silueta al doblar la esquina, primero una pequeña figura, de a poco mientras Matthew avanzaba hacia mí, su imagen crecía, esa ilusión óptica resultaba mágica, la diminuta figurita aumentaba de tamaño hasta dejar frente a mí a ese hombre alto cuya cercanía me daba tranquilidad, pero al mismo tiempo encendía mi interior.

Con el más leve contacto se daba la súbita transformación de las orugas que reptaban dentro de mi estómago en su ausencia, rompían la crisálida todas al mismo tiempo y sus alas torpes golpeaban las paredes buscando una salida hasta agolparse en mi garganta y tomar control de mi lengua quitándole el poder de articular palabras.

Hoy más de diez años después alguien mencionó su nombre en una conversación trivial:

–Matthew vendrá a México, va a dar una presentación de la nueva tecnología en el Congreso

Me invadió la impaciencia por recibir noticias y saber de él, creía que las orugas habían migrado a un arbusto pleno de savia, sin embargo, las sentí reptando en mi interior nuevamente. Respiré, giré mi cabeza hacia la pantalla de la computadora, miré de reojo mi bandeja de correo electrónico para disimular y seguir averiguando. 

–¿Ah, sí? Creí que había cambiado de área de responsabilidad, que ya no tenía nada que ver con Latinoamérica

–Es cierto, ya no lo es. Sólo viene porque el especialista se rompió una pierna esquiando y no podrá viajar.

Llegó la fecha programada para la inauguración del Congreso. Viajé a la sede la noche anterior, recibí el día en un hotel de negocios, al despertarme puse la cafetera para espabilarme con el aroma que desprendería. De pronto me descubrí tarareando una canción que hacía mucho no escuchaba y me sorprendí repitiendo cierta estrofa una y otra vez “Lucky I´m in love with my best friend, lucky to have been where I have been, lucky to be coming home again”.

Me puse el vestido que elegí para la ocasión. Entonces rara vez usaba vestidos, siempre portaba pantalones complementados por un par de botas, distintos de los zapatos de tacón que uso ahora. Gustos adquiridos con el tiempo, como la manicura y el café expreso.

Mientras me acicalaba, me preguntaba cómo le habrían sentado estos diez años. Quizás habría perdido el cabello, tendría entradas pronunciadas o incluso una brillante calva. O tal vez mantendría el cabello, pero cubierto de canas. Mis canas no las vería gracias a la magia del tinte.

Seguramente, seguiría vistiendo esas camisas blancas impecables que parecían una segunda piel.

Por un momento temí que encontrarlo fuera como releer la novela que te hizo llorar a tus quince años, ahora encuentras a los personajes acartonados, aburridos, incluso bobos, mientras la trama resulta pobre y predecible, temí que fuera una decepción.

Me cuestioné si su voz seguiría haciendo eco en mí o habría perdido su sonoridad y su poder sobre mis entrañas.

Guardé las dudas en mi bolso de piel y salí de la habitación, entré al elevador y cuando las puertas se abrieron estaba en el lobby en día de inauguración, un alud de gente, muchos trajes e igual número de corbatas, tacones y vestidos de tirantes. Navegué por la corriente de asistentes, acompañantes y congresistas, sonrisas y saludos, hasta el salón donde sería la plenaria. Finalmente lo descubrí, gracias a que era veinte centímetros más alto que el resto de la audiencia. Su cabeza no relucía con una calva y aunque menos abundante su cabello no era totalmente gris. No, no llevaba camisa blanca, sino una negra. Nuestras miradas se cruzaron, viajaron tiempo y distancia, se ajustaron a la realidad, nos reconocimos, nos saludamos con una inclinación de la cabeza. Finalmente, muchos años y kilómetros más tarde, allí estábamos en la misma sala, rodeados cada uno por sus propios compañeros. Se escuchó al presentador por el altavoz, la audiencia, incluidos él y yo, tomamos asiento.

La ceremonia terminó con palabras del Gobernador del Estado dando la bienvenida a los congresistas, lo que detonó un caudal de gente con dirección a las salidas, los asistentes nos dirigimos al área de exposiciones. Había que apresurarse para recibir al público y al comité de altos ejecutivos y políticos importantes – y no tanto- que harían el recorrido inicial.

La escena era de algarabía, color, música, risas, apretones de manos, abrazos estruendosos, palmadas en la espalda. En el centro del recinto reinaba el bar abierto, como abejas al panal nos acercábamos. Mientras recibía un vodka tonic, reconocí la voz profunda que, a mi lado, ordenaba un whisky con dos hielos y agua natural, así como la mano que se alargó para recibir el vaso old fashion. 

De golpe percibí el inconfundible aroma a maderas que siempre ha anunciado a Matthew, entonces escuché mi nombre en su voz, con ese acento y pronunciación únicos, pero con la entonación más neutra posible entre las muchas que le había escuchado.

Mi yo veinteañera quería brincar y aplaudir, gritar –por fin estamos juntos– mientras le besaría repetidamente la cara, pero no le cedí el control: ni de la voz, ni de la boca, ni de las manos. Comentamos sobre el Congreso, el estado de la Industria en el mundo y la política en México. 

La de veintisiete buscaba ese brillo en los ojos de Matthew, quería encontrar con sus sentidos los rastros de aquel amor, quizás por el bullicio y la multitud no alcanzaba a percibirlos o quizás –ella se negaba a considerar la alternativa– porque ya no estaban allí.

Instintivamente nos alejamos del bar y la música, mientras continuábamos la conversación trivial y neutra, luego de cruzar el umbral del recinto, nuevamente dijo mi nombre, esta vez con un tono de cercanía, cerré los ojos y me inundó su aroma salpicado con notas de whisky, la joven yo, no pudo más y lo abrazó. 

Recordé cómo, en aquel entonces el mar, con su inmensidad era un puente que nos unía, desde mi costa miraba al horizonte y me reconfortaba saber que él estaba al otro lado. Me maravillaba que fuera la misma poderosa masa de agua que cuando estuvimos juntos en lo que llamábamos “su orilla”, había visto rodeada por sus brazos, en una puesta de sol que la teñía de tonos rojos. Ahora de manera inverosímil estábamos del mismo lado del mar y era necesario el abrazo, pero este fue breve y distante, como ese último rayo de luz en el atardecer, tan frío como fugaz. Separé mi cuerpo del suyo hasta llevarlo a una distancia prudente y dije: 

– Debo reunirme con mis compañeros, es hora de regresar a la expo. 

Miré por última vez a Matthew, en sus ojos por un instante mínimo, se asomó su yo de antaño, curioso y buscándonos a nosotros. Sin embargo, sólo estábamos los de hoy despidiéndonos civilizadamente, celebrando con fórmulas de cortesía el habernos encontrado, ambos ciertos de que, a pesar de la avalancha de recuerdos, la pasión se había quedado allende el mar.









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