La Madama - Susana Cato

 


Entre las risas atolondradas de su pequeña hija Jazmín, que se escuchaban en todos los rincones del pequeño departamento, y entre las ventanas donde se colaban zumbidos de automóviles y pájaros, voceros de periódicos, vendedores de dulces y saltimbanquis que hacen circo en las calles de la Ciudad de México, Mary alcanzó a escuchar el timbre del teléfono. Se sentía muy cansada, adormecida, pero el timbre neceaba y la obligó a levantarse de la cama donde quería sumergirse en una siesta. Se preparó para lo que fuera o para quien fuera. Eran tiempos en el que el teléfono era solo un pesado aparato oscuro que no advertía quién llamaba, y la sorpresa al otro lado de la bocina podía ser buena, o mala.

            --Aló. ¿Mary?

            Era Tití Consuelo, la dulce hermana mayor de su padre. Vivía en Puerto Rico, la isla del Caribe donde Mary nació y vivió una azucarada infancia. Y con ella vivía La Madama.

            --Te comunico con La Madama.

            Mary se desconcertó. Se sentó. Tocó, todavía entre sueños, su nariz boricua, hermosa y respingada. Se acarició las cejas, espesas y bien formadas, dijo un sí que venía de no sé donde, y esperó, suspiró.

            La voz de La Madama se acercó al auricular como un eco proveniente de otros universos. Sonaba vieja, profunda, cascada. No era poca cosa. La Madama era la gran agorera, sabia, bruja de alcurnia de Puerto Rico. Los más altos políticos de Washington (incluyendo presidentes), la llamaban antes y después de resolver asuntos de Estado, y quién sabe cuánto de lo que sucedió en este mundo en los años 50s, había sido aconsejado por la Madama, portorriqueña de 90 años, delgadísima, bajita y de piel color chocolate, donde brillaban sus dientes blanquísimos y bien puestos.

            Vivía en la casa de Tití Consuelo, una residencia grande y hermosa, de estilo afrancesado, donde ambas compartían el sol rosado de las tardes colándose por las ventanas con vitrales del comedor, o el aire tibio en el porche mientras cosían, en sus sillones de mimbre, y se contaban las mil y una historias, chismes propios o ajenos, incluso de otros mundos.

            Titi tenía las manos de una diosa creadora y cosía hermosas muñecas de tela negra, con  su atuendo africano. La Madama decidía cuál sería el color del vestuario y de los collares que correspondían a cada una, pues cada una era la protección, el designio encarnado de alguna de sus consultantes mujeres. En sus consultas La Madama solía crispar las manos y llevarlas a su frente, ante el o la consultante que generalmente mantenía una posición de tímido miedo. Tras un rato La Madama decidía, según los saberes de su videncia, de qué colores vestir a la muñeca.

Los dioses africanos habían cruzado el mundo encerrados en los innobles sótanos colmados de esclavos, en los buques europeos. Blancos inocentes, nunca supieron lo que traían cargando. Nada más ni nada menos que a Babalú Ayé, a Ochún, Eleguá, Bacalá, Chango y Yemayá, a quien le gusta la flor de las siete potencias. Dioses profundos de las aguas, de las noches, de los cielos, de la ceguera, los cementerios, los amores. El Caribe es su más cálido y contento imperio. Cada muñeca se convertiría en portadora de lo invisible de su dueño. Los daños caerían en la muñeca de tela sensible, más no en la piel de su protegido.

            La Madama se dio su tiempo. Tomó la bocina. Mientras tanto, Mary escuchó el canto de los coquis desde la isla, esas ranas minúsculas entonadas en la maleza tropical. Adoraba ese canto, pero hoy le desconcertaba también el silencio de la Madama, que estaba allí respirando lo invisible.

            --Mija –susurró la Madama con su voz ronca--, viene otra niña.

            Mary se rozó la panza con sus dedos. No sentía nada.

            Pero La Madama le había dicho lo que dirían después doctores y estudios. Viene otra niña, le dijo a Eduardo esa noche. Eduardo le preguntó si no lo confirmaría con análisis. ¿Para qué? respondió Mary. La Madama dijo. La Madama predijo a Jazmín.

            Y esa noche Eduardo, sin poder dormir, perdió su rostro entre el cabello negro y  ensortijado, perfumado, de Mary. Era verdad, como decía su hermano, que el matrimonio es un choque de culturas.

            Él no sólo no creía en la santería, pues no podía creer o no en algo que le resultaba tan exótico y lejano. Tampoco podía creer que Mary creyera, pues ella se había criado en una de las más sofisticadas escuelas de Nueva York, había estudiado filosofía y leía a los clásicos. En el fondo deseaba que La Madama se equivocara, que fracasara aunque fuera una vez en la vida, ésta vez, en sus predicciones, que se descubriera por fin que eran invenciones, que a veces le atinaba y a veces no, como ahora.

            Que Mary no estuviera embarazada, pues no eran buenos tiempos. Su padre, Morat, patriarca amado, estaba muy enfermo, y Eduardo tenía que dejarla sola, cuando el turno le tocaba, de cuidar a su progenitor en casa de su hermano mayor, David. Bueno, y que, si de verdad Mary estaba embarazada, La Madama se equivocara aunque sea en el detalle y no fuera niña, pues la vida les había traído ya la muñeca más linda, también de nariz respingada y cabellos rizados, con un toque de morenez pícara y de ternura que lo volvía loco, Jazmín. Que ahora fuera un niño, de porte arabesco como él. Lo deseaba.

            Y nueve meses después, el 6 de mayo de 1960, nací yo. 

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