Ámbar - Esther Solano

 


Cuando yo tenía diecisiete años era hermosa y perfecta. No lo sabía.

Espero qué Ámbar lo haya sabido. Porque lo era.

 

Cursaba quinto año de preparatoria. Llevaba materias como Biología, Química, Geometría y Anatomía. Disfrutaba aquellas clases de ciencias y matemáticas.

No sé si a Ámbar le gustaban esas materias o si prefería las humanidades, tal vez literatura e historia.

 

Fue un año en que aprendí mucho. Pertenecía a un grupo de amigos. Creí que habían llegado para quedarse, no fue así, ya no los veo.

Ámbar no sabía que quien dejaría a sus amigos, para siempre, sería ella.

 

Aún no había vivido los más grandes momentos. No sabía de caminar al altar para casarme o de luchar para divorciarme. No sabía de la maravilla y los retos de ser madre. No había visto París, ni bebido champaña.

Ámbar no sabrá de bodas, ni de divorcios.

Ella no conocerá de la agridulce experiencia ser madre.

 

No había tomado las grandes decisiones de mi vida, la carrera que estudiaría, donde viviría.

Ámbar no tendrá que tomar esas decisiones.

 

Me faltaba por hacer cientos, miles de pequeñas decisiones. ¿Qué me pongo? ¿A dónde iré de vacaciones? ¿Qué vestiré para mi graduación? ¿A quién invitaré?

Ámbar fue privada de la posibilidad de elegir.

Le negaron el derecho a dudar, a decidir.

 

Desde mis diecisiete, han pasado cientos de amaneceres. Igual número de atardeceres, algunos los he visto caer sobre el mar o las montañas.

De un tajo le quitaron a Ámbar todos los atardeceres futuros,

 todos los amaneceres.

 

Entonces, ni siquiera había viajado en avión. Alguna vez había visto el mar, pero no lo conocía desde la otra orilla.

Ámbar había viajado, conoció el mar.

Pero aquello que no hizo, nunca lo hará.

 

A mis diecisiete, no conocía de juzgados, ni de ministerios públicos, ni de carpetas de investigación, ni de médicos legistas, ni de peritos.

Ámbar no los conoció, pero su cuerpo fue llevado a uno de esos lugares.

Su nombre está en un acta y quizás un día, un juez lo lea en voz alta.

 

Cuando iba a la preparatoria no existía la palabra feminicidio.

Ámbar fue víctima de feminicidio.

 

Fui a una y otra escuela cientos de veces desde mis diecisiete, regresé a casa todas y cada una de ellas.

Ámbar no.

Hubo una vez que Ámbar fue a la escuela y nunca más regresó.

 

Sí, he tenido más suerte que Ámbar. Aunque haya andado las calles bajo la sombra del peligro, podría haber sido yo, una de las diez que caen cada día. La muerte acecha, ni mi seguridad, ni la de mis hermanas está cierta.

 

Sigo dando gracias por la luz de cada día que veo, porque ese derecho me puede ser arrebatado en cualquier momento. He caminado calles, he ganado espacios, a pesar del miedo y del riesgo. No es justo vivir bajo la sombra del temor.

 

No es justo que Sofía, Carolina, Jessica, Valeria, Diana, Regina, tengan que renunciar a espacios porque corren peligro. Lo justo sería que los culpables de cada feminicidio perdieran la libertad, la tranquilidad de dormir cada noche bajo el cobijo de la impunidad que les permite recibir cada amanecer.

 

No es justo que Bianca, Daniela, Nicole, Ingrid, Wendy, Brenda, Rubí, como tantas hermanas que nos faltan, al igual que Ámbar, no tengan más la oportunidad de regalarnos sus sonrisas, ni de envejecer, ni de ayudar a construir un mundo más igualitario. Lo justo, sería que siguieran con vida, aprendiendo, creciendo, tomando decisiones.

 

Ámbar Viridiana, te recordamos. Repetiremos tu nombre para que no se olvide. Clamaremos justicia.

 

Te lo debemos. La deuda es inmensa y no prescribe.

 

Justicia para Ámbar. Ni una más.

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