ADIÓS INESPERADO - Esther Solano


No estaba preparada para recibir la noticia de que nunca más te volvería a ver. Fue un adiós definitivo y unilateral, completamente inesperado.
La última vez que nos reunimos festejamos mi cumpleaños, compartimos un pastel de manzana con helado de vainilla para empezar y terminamos con algo salado, celebraste que así fuera porque difícilmente llegabas al final de un postre cuando se seguía la convención de dejarlo al último. Me regalaste un libro, la dedicatoria decía “Disfrútalo, porque la vida es corta y hay muchas cosas por hacer”, cuánta razón en esas palabras ¿sabías acaso lo que sucedería un par de semanas después? Me mostraste varias fotografías de tu hija de apenas ocho años, dijiste: “Le gusta vestir de blanco y de amarillo, le sienta muy bien”.
Aquella semana del mes de julio empezó en el aeropuerto de la Ciudad de México, abordando un avión el lunes muy temprano. La rutina normal de una semana fuera de casa: la maleta, la habitación del hotel, comer en restaurantes, reuniones con clientes, nada fuera de lo común.
El viernes revisé mi cuenta de correo electrónico, entonces recibí aquella noticia impensable, increíble, brutal: “Murió, lo atropellaron” las tres palabras cayeron como un balde de agua helada recorriendo mi espalda.
Lo primero que vino a mi mente fue una niña vestida de blanco, sonriente y confiada de la mano de su padre, lo primero que vino a mi boca fue “pero sólo tiene ocho años” a mis ojos acudieron las primeras lágrimas. Hubo que recomponerse, terminar las actividades que me habían llevado allá. Pude acabar temprano para manejar el trayecto de cien kilómetros hasta el aeropuerto, al volante del automóvil rentado, mientras en la radio sonaba “camisa negra” interpretada por Juanes. Los versos irónicos repetían: Tengo la camisa negra, hoy mi amor está de luto. Esa canción aún me recuerda cuando te perdí, era el año 2002, año capicúa.
Recorrí la carretera bordeada por ese verde impúdico y exuberante típico del trópico que invariablemente llena la mirada de alegría, excepto cuando has perdido a tu mejor amigo. Como un kayak en los rápidos navegué entre el manantial de lágrimas, la compuerta del dolor de par en par, no fue un sollozo discreto de princesa, sino una fuente abundante de lágrimas que no paraba, surcaba mis mejillas buscando su camino en mi cuerpo, rodando por mi cara, bajando por mi cuello, la cara y la blusa húmedas de llanto.
Como abrir la llave del agua en el centro del patio de la casa de mi abuela, un chorro grueso que al salir sonaba como campanillas y salpicaba gotas minúsculas capaces de refractar la luz del sol, el líquido encontraba su cauce entre las muchas grietas del piso de cemento, se anegaba en ciertos lugares, sin embargo, seguía su camino hasta llegar a los límites de la casa. Así fue mi plañir ruidoso y cruzado de hipos a lo largo del trayecto al aeropuerto por la carretera federal que cruza el estado de Veracruz, dentro de la intimidad del interior de ese sedán azul, hasta llenar la cabina y desbordarla con pesar en forma de lluvia fina y pertinaz.
La tristeza como grifo de latón completamente abierto, manando a borbotones, colmando una cubeta hasta desbordarla. Llanto, lágrimas, agua salada como el agua de mar, toda yo líquida tratando de ahogar ese vacío que la palabra muerte sembró, con sus dos sílabas y su acento prosódico marcando el hecho inconmensurable de que no te volvería ver, ni a escuchar.
La pérdida tomando forma, apenas dibujándose en mi interior, mi cerebro tratando de acomodar los hechos, la nueva realidad.
Mientras tanto la vida seguía su curso, después de un viaje de mil kilómetros de distancia el avión finalmente aterrizaba en la pista, el personal de vuelo vestía su uniforme, las maletas giraban sobre las bandas esperando a sus dueños, había llegado de regreso a la Ciudad de México, la semana terminaba como empezó, abordo de un avión. Sin embargo, lo hacía bajo una lluvia distinta, la llovizna de la perenne ausencia de ti.

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