Como te ven te tratan - Elena Elizabeth Cortés Arenas

 

Pablo Picasso. Mujer con sombrero, 1935.

 

 Es el dicho que más he oído a lo largo de mi vida, el primero que escuche venía de mi papá, lo decía al verme como me vestía y me conducía a diferencia de mis hermanas y hermanos, me creo heredera del movimiento del 68 y de los sucesos históricos de los 70, aunque para esas fechas era una niña y adolescente respectivamente.

A propósito del aniversario cincuenta de los CCH´s, celebrado hace pocos días, permitiendo festejar la puesta en marcha del que fuera un nuevo concepto metodológico y filosófico por iniciativa del entonces rector Pablo González Casanova, toda una “innovación de la enseñanza universitaria”.

Cuando leí la noticia en la gaceta UNAM, no lo quise creer, para mí fue apenas ayer, sin ser de la primera generación si me tocó estar en esos primeros años de fundación, no pensé que fuera tanto tiempo, lamentablemente ahí está La Historia de chismosa para constatarlo, en ese texto describe que sus primeros cuadros docentes eran participantes del movimiento del 68, tuve la fortuna de estar en con varios de ellos, que maravilla, escuchar sus relatos, mi maestra de taller de redacción fue La Gran Tita, Roberta Avendaño, sí La Tita, estudiante de derecho cuando el movimiento, de las contadas activistas mujeres integrante del Comité General de Huelga, grande en todos los sentidos, con ella inicia mi kindergarten marxista y feminista. Nos contaba que la fuerza que diferenciaba al hombre de la mujer no era la del pensamiento y la capacidad intelectual, que la fuerza física si era una diferencia y no obstante muchas mujeres la poseen al igual o superior a los hombres, se decía capaz de manejar un tractor, y realizar actividades que requerían de fuerza física. Un día de clase, nunca supimos que pasó, se oyó el estruendo de un sonido parecido a balazos o cohetes, recuerdo que se tira al piso y nos conminaba a hacerlo, ese momento a todos nos asustó y sorprendió su actitud, no sabíamos del todo su historia. Quizá si fueron cohetes, después cuando supe más de la participación de Tita, me explique su accionar ese día de clases.

 Así mi grupo de amigos de esa época se distinguían por su militancia  y dirigencia estudiantil y seguían formas diferentes de conducirse, de pensar de actuar en sociedad, de vestirse, de sus gustos en las artes en general y en la literatura en lo particular, eso me gusto, de ahí que empecé a cuestionar el por qué tenías que comportarte, vestirte, hablar, conducirte como los demás, los otros, la sociedad en general demandaba de los jóvenes. No me maquillaba, ni vestía a la moda, no usaba perfume, no zapatillas, no medias, era feliz con mis pantalones de mezclilla, mis camisolas a cuadros, mis botas o tenis y el pelo largo y negro, sin más adornos que su brillantes, así yo me gustaba, no necesitaba más.

Hay situaciones en que traicionas tu pensar y te metes  muy seguido en el mundo de los prejuicios y el “deber ser”, del “estar presentable”, ¿quién marca pautas al respecto, quién dice cómo ser, vestir, hablar, pensar?

Recuerdo que para las citas de trabajo, me disfrazaba usando vestidos, medias, zapatillas y todo la facha para que te aceptaran en tan anhelado puesto laboral. Recuerdo un día en el que en la fila de los entrevistados, dos chicos, se me acercaron, hicieron platica -¿estudias, dónde?, ¿te puedo visitar en tu escuela? -intercambiamos teléfonos y a los pocos días ahí estaban en mi CCH, esperándome a la salida, no volvieron.

El tiempo pasó ya como adulta, con empleo, con mi primer cheque que acumulaba las tres primeras quincenas, adquirí mi primer auto, un amigo me vendió su Datsun quizá con 15 años de antigüedad, era lo que podía comprar con mi salario. Tengo mucho que decir de ese auto, despintado, con manchas de praimer, que nunca me dejo tirada, tenía alma y me quería y yo lo amé. Por las manchas siempre lo  nombramos “El pinto”.

Dure muchos años con él, siempre noble, económico y rendidor. Cuando mi salario  iba creciendo, no por la nómina sino por la antigüedad laboral, entonces decidí que quería un auto nuevo, de agencia, me habían comentado mis amigos, que salía mejor porque en unos cuatro años solo gastaría en gasolina y que los autos usados siempre traían sorpresas traducidas en gastos al por mayor.

Toda la familia acudimos al gran evento: ir por un auto a la agencia. Como siempre fui con lo que traía puesto, todos íbamos “casuales”. Entramos, cada quien, al auto de su preferencia, los tocamos, los abrimos, nos subimos, comentamos, ninguno de los vendedores nos volteaba a ver, no nos ofrecían pasar a sus escritorios para “más informes”. Observé que, al contrario, corrían a atender a otras familias o personas bien vestidas y que olían a buenos compradores. De repente se acercó a nosotros un vendedor muy joven, con el mismo color de tez que el mío, vestido de traje y corbata, con un trato muy cálido, fue el único que nos atendió, le dije que solo queríamos ver, nos dejó el catálogo. Vimos como las demás familias, poco a poco se retiraban. Decidimos comprarlo, nos dirigimos al escritorio del joven vendedor y con toda la firmeza le dije:

-- Ahora somos nosotros quienes elegimos al vendedor, te elegimos a ti. Queremos comprar este auto, traemos todos los papeles y requisitos.

Nos sentamos a realizar la compra, los escritorios de los demás vendedores lucían sin compradores, fueron notorias las expresiones en sus rostros al vernos efectuando el trámite, traduje el gesto --“!Ahh! cómo no los atendí”.


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