LA SOMBRA DEL PASADO - Lola G. Casanova


Empecé a buscar el libro de Freud, Duelo y melancolía, a las dos de la mañana. Estaba segura de que lo había visto en el librero nuevo del rincón del hall. Lo buscaba sin los anteojos; descubrí con cierta tristeza que ya ni siquiera puedo buscar un título sin ellos, no lo vi. Proseguí la búsqueda en la mañana y encontré tres volúmenes con sus Obras completas pero no el título suelto, como lo recordaba. Revisé, esta vez con la luz del día y los lentes puestos, los libros uno por uno, encontrando verdaderos tesoros casi olvidados…me llamó Ale Zea y me contó el peso que lleva cargando últimamente, a partir del homenaje a su papá en la Feria del Libro de Minería y encuentros con amigos de hace años. Platicamos un largo rato de planes y proyectos inconclusos, que quizá nunca llevemos a cabo, de libros, Silvia Plath, Ted Hughes, López Báez…
          Camino con la sombra del pasado encima: en este baño, el azul, estaba cuando empezó a temblar el 19 de septiembre de 1985; en este mismo baño, en este espejo, el más bajito, me veía reflejada mientras peinaba a mis hermanos; una vez le entró Vitalis (una loción que usaba papá para peinarse) a los ojos a José, no me vayas a acusar, le decía mientras le lavaba la cara con chorros de agua y le pedía perdón, él aguantaba.  En este mismo baño, el blanco, encontré a papá en la mañana del día que iba a morir, no tengas miedo, le dije, no, si no tengo miedo, me contestó; después, sentado en la orilla de su cama me tomó las dos manos con las suyas y me dijo lo mismo, no tengas miedo, no tengo, pero hay que hacer llamadas, me escapé, tenía que llamar a los médicos, a la ambulancia, no podía estar con él como reclamaba. Igual en el hospital, me mandaron a arreglar los trámites mientras él se quedaba en Urgencias, recostado, recibiendo los primeros auxilios. Cuando regresé me aventó un beso, sonriente. No volví a verlo vivo. A menudo me reprocho no haber dejado que me dijera algo que quería decirme. ¿Qué sería?
          Por esta misma escalera, dieciséis escalones, contados una y otra vez, al subir, al bajar, he pasado miles de veces. Una vez me caí al bajar corriendo después de haber obtenido por fin un permiso para ir a pasar la tarde a casa de una amiguita vecina. Otra vez, varios años después, me caí al subir con un pote de cera caliente que me quemó el brazo. Cuando no habían construido la barda que la separa de la sala y solamente había un barandal blanco, mi hermano mayor y yo podíamos sentarnos a espiar a nuestros padres y a sus visitas. Fue muy educativo verlos reír, echar relajo, fumar, beber, ser otros, personas y no solamente papás. En el descanso de esa escalera se paró un día mi hijo Fernandito, con las manos sobre la cintura y como saludo le dijo a su tío Enrique, que venía a ver a mamá: Ya lo sé todo. Se hizo un silencio expectante. Esta señora es tu mamá. Acabábamos de llegar de Inglaterra, Fer estaba apenas empezando a hablar en español y a entender las relaciones familiares.
          En ese mismo descanso de esa misma escalera de granito rojo, me paré un día yo, en jarras también, a la misma edad de 4 años para reclamarle a papá, que entraba sigilosamente a la casa, muy callado, ahogando un grito de sorpresa al verme: ¿Qué horas de llegar son éstas? Para eso mejor te hubieras quedado en un hotel. Varios años después supe que él, sorprendido y molesto, fue a preguntar a mamá, que dormía profundamente sin enterarse de nada --como solía hacerlo en ese entonces, con cinco hijos pequeños, dos aún bebés y una recién nacida--, ¿Qué cosas le dices a la niña, por qué la mandas a que me regañe? Poco antes de morir, unos días apenas, en esta misma casa, mi padre me acusó, un poco en broma un poco en serio, de haberle regañado siempre.
           Esta   escalera se convertía en una loma nevada por la que bajábamos en un trineo: el colchón de la cuna de Beatriz, cuando mis padres salían en la noche. Y el barandal blanco nos ahorraba el tener que contar los escalones cuando nos deslizábamos rápidamente sentados en él. A veces competíamos a ver quien se saltaba más escalones. Llegamos a aventarnos desde el descanso hasta el pasillo, saltándolos todos.
          Por esta misma ventana me asomaba sentada frente a mi escritorio de niña aplicada y miraba la misma bugambilia, el mismo fresno y a lo lejos las mismas jacarandas y el mismo colorín que puedo ver ahora. En este cuarto algo extraño pasó y a cada rato vibran las duelas como si estuviera temblando. Hace años aquí dormían Joseluis y Fernando y hace muchos más años, era el cuarto que compartíamos mi hermana y yo. En esa época, cuando temblaba de noche, nos levantábamos todos y nos encontrábamos asustados en el pasillo. ¿Tembló? Sí, ya pasó, no fue nada, vuelvan a dormir. Ahora no es así, cada vez que tiembla hay un susto enorme y yo me quedo varios días mareada y sintiendo que el piso se mueve a cada rato.
          Por esta ventana, vimos caer copos de nieve el 11 de enero de 1967. A la una de la mañana sonó el teléfono, todos despertamos y esperamos a que mamá, que había contestado, colgara. ¡¿Qué pasó?! Nada, vuelvan a dormir, era la señora Martita que se despertó a darle de comer a su bebé y se dio cuenta de que estaba nevando. Nos lo dijo como si tal cosa, un poco extrañada y hasta molesta de que nos hubieran despertado, adormilada. Todos corrimos a la ventana a admirar un espectáculo que desconocíamos hasta entonces. Me fascinó distinguir, a la luz del farol de la calle de Moras, cómo caía lentamente la nieve.
          En este mismo cuarto, que estoy volviendo mío de nuevo, dormí siete años en la segunda temporada de esta casa como mía y un poco antes cuando vine de vacaciones con mis dos bebés y mi hermana me cedió su recámara. Me encanta asomarme todavía y mirar el jardín de la casa de junto y admirar las rosas de Eva, que ya no está y ver la misma higuera de la cual me llevó higos el día que iba a nacer Diego. Ya tampoco está su marido, el señor Elizondo, que fue mi amigo, y extraño el ruido que hacía al subir la escalera de su casa apoyándose en un bastón.
          Esta costumbre que he adquirido últimamente de deambular por la casa cuando los demás duermen: subiendo y bajando, revisando los títulos de la tan desorganizada biblioteca, se me olvida por la mañana y se me olvida también mi promesa de ahora sí ponerme a arreglar el estudio, vaciar las cajas de libros y papeles que esperan tan tranquilas en el garaje y el pasillo. Realmente es una necedad muy grande querer encontrar un libro que a lo mejor no existe y, sobre todo, querer encontrarlo sin ponerme los anteojos.

Comentarios

  1. ¡Qué lindo escribes!
    Me transporté a tu casa y te acompañé a buscar el libro, que seguro que sin lentes tampoco lo hubiera encontrado.
    Beso.

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