EL TREN - Lola G. Casanova

Me lo contaste cuando fuimos a Nueva York juntas. Han pasado treinta y dos años desde entonces y ya habían pasado otros treinta y dos de esta historia. Tenías apenas diecinueve. Llegaste a reunirte con Peter para casarte con él. Hacía dos años que no se veían. Se habían escrito cartas, las que a veces esperabas varios meses pensando que no llegarían, que te había olvidado. Cuando saliste de La Habana te despediste de todos, convencida de que no volverías a ver a tu madre. Ya estaba muy enferma. Pero te fuiste contenta, ilusionada. Y así llegaste a Nueva York, antes que él. Llegaste a casa de sus padres y te hiciste amiga de su hermana, o ya lo eras, no lo sé. Él iba a llegar en unos días, tenía permiso para regresar a su casa sólo para casarse; peleaba en el ejército, como tantos otros. Habías sentido miedo varias veces, miedo de que lo mataran, de que lo hirieran y quedara mutilado, miedo de que te olvidara y olvidara los momentos de amor apasionado que habían pasado juntos. Le habías dado a él lo que a ningún otro, le decías, no podía dejarte, no lo permitirías. Los primeros días estuviste ocupada en los preparativos de la boda, conociendo a sus familiares, a sus amigos, de compras por la ciudad. Caminabas mucho por las calles, maravillada de ver tanta gente, tan distinta, edificios tan altos, los de las películas que veías de chica. Te encantaba ir a tomar un helado, salir de noche, era verano; siempre te acompañaba Mary, la hermana. Estabas feliz de estar de viaje,  habías querido conocer otros lugares, te gustaba hablar inglés, te sentías glamorosa, de mundo. Habías pasado tiempos muy difíciles. Trabajabas mucho. Tenías ganas de empezar otra vida. Pero de pronto, te fuiste poniendo triste. Una noche antes de que Peter llegara te tiraste sobre la cama a llorar. Mary se dio cuenta y se acercó a ti, te dijo que no tenías que casarte si no querías. No quisiste esperar a Peter ni te despediste de  sus padres. Mary te acompañó a la estación del tren. Con la misma maleta que habías llegado; dejaste los regalos, el vestido de novia, tan lindo, tan elegante. El tren salió luego. Iba lleno de soldados ruidosos, muy jóvenes, apenas encontraste un asiento. Te asomaste por la ventanilla y moviste un pañuelo al despedirte, como había que hacerlo. Me dijiste que recordabas al capitán de la tropa, que entre broma y broma les advirtió a todos que no se metieran contigo. Eso fue suficiente para que te sintieras tranquila, sin miedo ya de nada, te habías escapado.

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