QUERIDA BEATRIZ - Lola G. Casanova

Querida Beatriz:

Hace cuánto que no escribía así, juntas, estas dos palabras. Cuántas veces lo hice en otro tiempo, cuando éramos muy jóvenes y nos escribíamos seguido. Yo no te mandaba cartas, te mandaba “gatos”, ¿recuerdas?

Parece que siempre pasa así. La gente se va cuando uno menos lo esperaba. La muerte te sorprende y siempre quedan cosas que decir, preguntas que hacer.  Esa sensación la he tenido varias veces, y el año pasado más. Hay personas cuya cercanía anhelaba y nunca la busqué, o si la busqué no se dio. Y me hago una y otra vez la lista de veces que iba a ir y no fui, iba a decir y no dije.

Contigo no pasó así. Es decir, tu partida, totalmente inesperada, en el momento en que parecía que venía lo mejor, que estabas redescubriendo muchas cosas, con entusiasmo, con madurez, nos sorprendió a todos, a ti, por supuesto más que nadie, me imagino. Pero estábamos cerca, nos buscábamos, sabíamos de nosotras, estábamos al día. Durante años repasé obsesivamente los últimos días de tu vida y los primeros de tu ausencia perpetua. Con el tiempo, se van desdibujando algunos detalles y aparecen datos escondidos, imágenes, signos, conceptos. Aun los recuerdos se transforman, siguen vivos y se vuelven autónomos.

Esa semana ya no la repito toda, día por día, ni la siguiente. Aún pienso en lo que pasó el miércoles 21, y ese fatídico viernes 23. Lo veo otra vez, te veo cruzando Barranca del Muerto con Diego, los dos riendo, distraídos. Me veo mirándolos, preocupada por su caminar descuidado. Te encuentro de nuevo en la puerta de tu estudio, sonriendo burlonamente, deteniéndome; alcanzo a ver unas flores, rosas rojas, comento algo que me da gusto, me señalas que estoy equivocada... Y tengo muy presente nuestra última conversación telefónica, un poco más tarde, de dos horas, en las que me dijiste tantas cosas importantes, como si supieras que no ibas a estar después para repetirlas. Y mis carreras del viernes, mi ir y venir, la comida en el Sacks, tu llamada perdida en el celular, el verte de prisa, el miedo de la calle oscura, sombras indescifrables que sugieren que tengo que ser cuidadosa, guardar la bolsa con el dinero recién sacado del cajero para pagar a las enfermeras de papá  bajo el asiento, tu mirada triste, tus ojos irritados; algo (siempre pienso) que sabías y no pudiste o no quisiste decirme, el encuentro con Luis y José en la taquería, de malas, saber que te vieron, que estabas tú también a la carrera, el no querer dormirme esa noche, querer hablar, decir y lo dije: que temía por ti, no pasa nada duérmete…y luego, todo lo demás: El despertar con el timbre del teléfono, el vaso de agua derramado sobre mis libros en la mesita de noche, el mensaje del doctor en el celular, los gritos, el llanto, el viaje en taxi por primera vez por el segundo piso mirando el amanecer que ya tú no viste, pensando qué iba a decirle a Sara, qué iba a pasar después, en qué se convertiría nuestra vida, intentando entender la pesadilla que se hacía cada vez más real y después, la reunión en la calle con nuestros hermanos, tuyos y míos, antes de darle la noticia a papá, que por cierto ya había escuchado en la radio.

Y todo lo que pasó ese largo año hasta la muerte de papá en diciembre. El trabajo intenso, el viaje a Inglaterra y Portugal con tus sobrinos, los tres. Y con todos los recuerdos, y sin nadie con quien hablarlos. Y cómo ahora me doy cuenta que atravesé como sonámbula ese tiempo.

Aquí sigo. Recordando. Mirando. Viviendo. Parece que viviendo. Sintiendo que podría vivir mejor, más contenta, con más sentido, con más intensidad, más tranquila. No sé. (Cuanto gerundio, ¿verdad? ¿te choca?)

Hoy, Beatriz, deberíamos estar festejando tu cumpleaños. Como lo hicimos tantas veces --y no tantas como me hubiera gustado. Miro el jardín, es el de nuestra infancia, más o menos. Cuando tú naciste, tío José Luis nos tomó varias fotos en este jardín. Te adelantaste. Siempre te adelantabas: aprendías antes que nadie, sin proponértelo. Supiste leer antes de que nadie se diera cuenta o siguiera tu proceso de aprendizaje. Te echaste a nadar a la alberca antes de que te hubieran inscrito a las clases de natación, te lanzaste (puedo verte: una chiquita de tres años, esmirriada, con el traje de baño que le quedaba un poco grande, los rizos mojados salpicándole los hombros, tiritando de frío) desde el trampolín más alto, sin decirle a nadie, casi le da un infarto a mamá, a nosotros nos causó una gran admiración la hazaña de nuestra hermana chiquita. Cuando compartíamos cuarto y yo me quedaba estudiando hasta tarde mientras se suponía que tú dormías, para comprobar que había por fin aprendido la lección en vísperas de un examen, la repetía en voz alta, de memoria, y de pronto escuchaba tu vocecita amodorrada que, sin despegar la cabeza de la almohada, me corregía, con tono de aburrida, impaciente.

Llegaste, pues, antes de lo previsto. Papá estaba en París, o en Chile, no me acuerdo. Abuelita acompañó a mamá al hospital y tía Berta vino a la casa, con todo y su marido y su hijito, a cuidarnos. Ahí, en algún lado, están las fotos: cinco niños jugando en el jardín, el mayor de seis años, el menor de uno. Yo, la única niña. Ya iba a tener con quien jugar al fin, había nacido mi hermanita. Me lo repetían todos, constantemente. Pero yo ya tenía con quien jugar, no necesitaba una hermanita, y ésta no era más que un bebé, no servía para jugar. Luego me empezaste a caer bien, pero te ignoré mucho tiempo, aunque te cuidaba. Siempre supe que tenía que hacerlo. Y por eso sentí que había fallado, absolutamente, ese viernes 23 de enero de hace once años: No te cuidé, no supe cuidarte.

Me presentabas siempre como tu hermana, la mayor. Un día te dije, Beatriz, ¿cuántas hermanas tienes? Una sola, qué pregunta más tonta. Entonces, ¿por qué tienes que aclarar siempre que soy la mayor? Basta con decir que soy tu hermana. Te daba risa. Y seguías presentándome igual. Alguna vez me dijiste muy seria que yo había sido en muchas cosas tu mamá. Mmm, y tú la mía, te dije, como enfadada.  Y ahora, sí que soy mucho mayor que tú.

Hoy podríamos, deberíamos estar celebrando. Aunque fuera lunes. Como íbamos a hacerlo ese otro lunes, hace once años, en un restorán en Polanco al que no he vuelto a ir. Pero te fuiste, inesperadamente, unos días antes, el viernes. Y el domingo te habíamos enterrado.

No sabes, no podrías haberte imaginado…o quizá sí lo sabes, quizá sí miras desde algún lado y ves más allá de lo que se puede observar. Y te enteras, te das cuenta, de lo mucho que me has hecho falta. Te has fijado cuántas veces he tenido el impulso de coger el teléfono y marcarte para contarte que se casa Joseluis, que tengo que vender un cuadro, que no sé si busco trabajo “rogando a Dios no encontrarlo”. Contarte, preguntarte, llorarte. Esperar que me digas alguna palabra sabia o burlona, que me consueles a tu manera, que te alegres conmigo, que estemos juntas. ¿Cuántos años duró la costumbre de hablar todos los días contigo? Desde que murió Jorge, creo, cuando te llamaba al despertar y antes de dormirme, para checar que estuvieras bien, que no hubieras hecho alguna estupidez.

¿Cuándo nos volvimos tan amigas? Creo que fue cuando te levantaste después de un reposo prolongado por hepatitis. Te empezó de niña y cuando te pusiste bien y terminó lo que había sido prácticamente una cuarentena en la casa, te habías transformado, para sorpresa de todos y gran admiración especialmente de tres chicos, compañeros de los cuates, que se volvieron tus admiradores y asiduos visitantes.  Fuiste niñita hasta entonces. ¿Te acuerdas? Llegabas de la escuela directo a las piernas de mamá, para acurrucarte en su regazo chupándote el dedo. Y de pronto creciste, y te volviste al fin mi compañera. Cuántas cosas importantes vivimos juntas, cuántos viajes, cuántas lecturas compartidas, cuantas fiestas, cuantas reflexiones.  Los mismos referentes, los mismos dichos, los mismos clichés, recuerdos que se complementaban, lugares comunes para las dos. Han pasado ya tantas cosas que no he podido hablar contigo. Ha habido tantas pérdidas, la más importante quizá la de la confianza, y también he aprendido, quizá la ganancia más evidente es la de la certeza de la muerte. Cómo te extraño. Aunque aquí estés siempre. Y hoy festejemos tu cumpleaños. Y te escribo.

                      *

La vida es un caminar constante abriéndose paso entre la maleza o entre los coches, entre la gente, qué más da. Dejamos ir a las caras amigas; evitamos los rostros hostiles; a veces nos golpean las miradas distintas, los gestos indiferentes o inquisitivos; los evadimos.  La vida es un andar sin detenerse apenas. Es tropezarse, brincar charcos, esquivarlos, pisar sobre lodazales, seguir con el paso más lento, más pesado, cubierto de fango; quedar atrapado en los pantanos. Resurgir. Es aspirar hondo y expulsar el aire,  después de que ha pasado por nuestros pulmones; es alegrarse y seguir caminando, oscilando entre la arrogancia y la modestia, a veces falsas; no hay vuelta atrás, aunque a veces nos lo parezca, no hay una segunda vez, no tenemos otra oportunidad: todo es nuevo siempre y no se puede parar, no hay que detenerse, hay que brincar los obstáculos aunque se caigan a veces, aunque nos lastimen de repente, aunque te canses, aunque parezca que eso ya lo viviste, que ya pasó, que ya te pasó; aunque te aburras, aunque te enfermes, aunque creas que te diviertes demasiado. Hay que seguir respirando: tomar aire, inhalar profundo; hasta expirar al fin, definitivamente.

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