LAS VIRTUDES DEL OCIO - Lola G. Casanova


Un día, alguien me acusó de self indulgent.
Un día, mi padre me dijo ay hija, tienes un alma de vaga que no puedes con ella.
Un día, mi madre me dijo están preciosos, pero no puedes dedicarte a contemplarlos solamente.

No sé cuándo, tuve que empezar a tomarme la vida en serio, planear, programar actividades una tras otra, volverme ocupada. No perder el tiempo. Aprovecharlo. Y de pronto ahora, quien sabe desde cuándo, en ese afán de ser aplicada, de hacer las cosas que hay qué hacer, intento recuperar ese modo distinto de estar en el mundo.  ¿Cómo lograrlo cuando se ha olvidado su esencia? ¿Cómo despojarse de todo lo aprendido para volver a aprender esa otra manera de estar, de entender, de conocer, de mirar?

De niña, solía pasarme ratos largos sentada sobre una barda que daba a un terreno todavía sin construir y luego a la calle. Solo miraba. Me subía al árbol (apenas llegaba de la escuela, aventaba la mochila y corría al fresno grande del jardín) para quedarme ahí en las alturas, solo mirando. Con mi amiga Carmen, mi vecina, pasaba horas escondida en el techo del cuarto de servicio de su casa, recogiendo piñones, pelándolos, comiéndolos, platicando cualquier cosa, frases cortas, cuentos largos o calladas, solo mirando.

Cómo disfrutaba los paseos nocturnos por el malecón de La Habana, caminando sin rumbo, cantando o riendo o simplemente sintiendo la brisa fresca, tan añorada durante el día, con el calor de agosto, viendo el mar oscuro, escuchando el romper de las olas. Mirando.

En Cambridge, en otoño, salía a buscar otros sitios, andaba en bicicleta por callecitas desconocidas, estrechas, de muros altos, de piedra, a veces cubiertos por enredaderas,  y no hacía otra cosa más que mirar, observar las caras distintas que pasaban indiferentes, escuchar los pasos de personas  apuradas que hacían crujir las hojas secas --rojas, cafés, doradas--, hasta encontrar una banca de madera oscura, gastada, a veces húmeda o una de piedra, ennegrecida por el tiempo a la intemperie, paraba la bici y me  sentaba a mirar, quieta, callada, fijada la vista en un parque, el green, le decían, o en un mercado donde vendían manzanas verdes, que me recordaban a los Beatles,   y jitomates pequeños, redondos, rojos, brillantes, como los que cultivaba mi landlord , que tenía algunos todavía verdes,  en la cornisa de la ventana del pasillo de la escalera, esperando a que maduraran.  Me quedaba ahí el rato que fuera, veía a los niños que salían de la escuela, que se iban caminando solos o en bicicleta; algunos, los menos, con alguien que los venía a recoger. Otros iban en grupos, hablando sin parar, serios unos, alegres, otros; yo los miraba hasta que desaparecían.

Caminar cada día por un lugar diferente, a veces tomar el autobús o entrar al metro y bajarme en una estación desconocida para salir a descubrirla. Entender ese barrio en el mapa. Imaginarme viviendo en él, toda una vida, camuflajeada entre sus paseantes; fingiendo conocerlo desde siempre, sintiéndolo. No seguir la misma ruta siempre, un día pasar a un museo, otro entrar a una matiné, o simplemente cruzar por un parque, pasar a una librería.  Era casi una consigna, una tarea en mi estancia de un año en Londres. Aprender todo, fusionarme en esos instantes, absorber la cotidianeidad, encontrar a Magritte en mi trayecto de siempre cuando un día, al llegar la primavera con su nuevo horario de atardeceres, lo descubría distinto. Mirar. Mirar a la gente, leer sus rostros, descubrir los personajes de Dickens en un recorrido de pubs por las viejas calles. Entender a Rosamund Lehmann, a Vita Sackville West. Confundirme entre ellos.

Y luego en Lisboa, otra vez mirar y sentir. No pensar, no recordar, no planear. Solo mirar. Caminar por caminos empinados, sin buscar nada, sin esperar nada. Recibir de golpe la imagen de la ropa tendida hacia   la calle como si estuviera ahí para hacer un homenaje a Camoens o a Pessoa, o como si simplemente saludara nuestra visita, tanto tiempo esperada. Pararme a media calle a mirar al viejo que habla desde la acera, a gritos, con otros que viajan en el tranvía, que ha detenido su marcha para facilitar la conversación. Ir, por fin a un mirador y sentarme a ver hacia el monasterio, el río, los tejados, resguardada por un arco de bugambilias, sin preocuparme ya por nada.

¿Será posible regresar a ese modo de ver pasar la vida?  ¿Cómo deshacerme de ideas, hábitos, angustias, prejuicios, miedos, deberes, quedarme mirando y solamente mirar?





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