AQUELLOS JUEGOS QUE ME HICIERON FELIZ - Marichoni
¿Cómo aprendí a jugar? Me parece que de forma espontánea, alguna
información genética me llevó a hacerlo sin necesidad de que alguien me
enseñara, primero fueron mis manos, descubiertas por azar ¡qué juguete maravilloso
y qué barato resultó!
Al paso del tiempo vinieron objetos que estimularon la ilusión de jugar.
Pero, ¿cuándo empecé a hacerlo por voluntad?
¿qué me hizo tan feliz, qué me
llevó a repetirlo un número indefinido de veces? Brincar alturas y anchuras, usando
una cuerda que abría o cerraba, que subía o bajaba y que me representaba un
reto personal, practicado en el hermoso patio de cuadros rojos y amarillos de
Huatusco #34. Cada día me proponía ir más allá del punto alcanzado y así crecí
rompiendo el vestido y mi propio récord, dañando los zapatos, pero adquiriendo
una habilidad que todavía siento en las piernas, el juguete personal que no
compré, me lo regaló la vida.
Después conocí la cesta y la raqueta, otros juguetes maravillosos con
los que atrapaba o le daba a una pelotita, que mi abuelo compraba para que le
diéramos vida al frontón que construyó para deleite de sus nietos.
Las tardes las ocupaba haciendo la tarea que también resultaba divertida
y, después a jugar con mi hermana Mari Carmen, dándole rienda suelta a la
energía que, por un lado se quedaba en el frontón pero, por otro lado, entraba
en mi organismo, que siempre se mostró con gran inquietud.
En otros momentos soñaba que era responsable de mis propios niños cuando
jugaba con las muñecas, las que recibía cada Navidad y que cargaba, les hablaba
y se dormían en mi cama, y las otras, las de papel, a las que vestía y
desvestía para darles vida y para cantarles: “Tengo una muñeca vestida de azul...”
El tiempo no me abrumaba, era un
tiempo sin tiempo, era el tiempo de la niñez y no me daba cuenta de su paso
veloz, jugar era una forma de usarlo, me divertía.
Algunos
ratos jugando matatena, jacks para los bilingües, otros, extendiendo las
bellísimas platitas que obtenía de los chicles bomba que tanto molestaba a mi
papá que masticáramos, pero que las coleccionábamos y las acomodábamos entre
las hojas de un libro, que jamás leíamos.
Esos juegos me hicieron valorar su importancia para la vida. Me parece
que quien no juega pierde la espontaneidad y la oportunidad de crecer al abrigo
de las reglas que se respetan y se aceptan.
Jugar volley ball, realizado en
equipo, en compañía y en la escuela, me llenaba de alegría y me dio una fuerza
en las manos que parece que me dura hasta este momento. Cuando veo a mis
alumnos jugarlo, a veces me uno a su equipo, otras funjo como árbitro, lo que pasa
es que todavía me sigue latiendo el corazón con ese juego.
Como mi mamá jugaba a la baraja por las tardes, otra diversión consistía
en acomodarme para espiar el juego de cada integrante del cuarteto. Aprendí a jugar
con sólo verlas y ahora, con la variante de póker, en la modalidad de la viuda,
paso buenos ratos jugando con mis nietos. También con mis amigas que, a esta edad tan avanzada, nos sirve para carcajearnos al vernos cometer errores
garrafales, que nos divierten y nos permiten burlarnos de nosotras
Jugar es privativo del reino animal, a él pertenecemos, pero jugar para
desarrollar habilidades, es propio del ser humano.
Los juegos infantiles que practiqué los llevo en el corazón y, siempre
que puedo, a pesar de mis años o, quizá por ellos, los busco para encontrar esa
simple felicidad de la niñez.
Ahora creo una casita de muñecas para
poder seguir jugando porque creo que el juego me hace más humana.
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