A Rosita: El valor para recordar - Maripaz

 


Mi madre fue una mujer de aguda intuición. Conforme cada uno de sus hijos íbamos terminando la primaria, nos entregaba un álbum de fotografías que comenzaba con una, casi la misma seis veces consecutivas, en la que mi mamá aparecía con su carita sonriente, pero exhausta, sosteniendo un bultito en los brazos. Mis hermanas, mi hermano y yo, envueltos con hermosas cobijitas tejidas a mano, todas diferentes. Cada quien llegó a la casa con la que se le había tejido especialmente, sin importar que la del crío anterior estuviera todavía  en buenas condiciones.

El álbum, que era un librote de pastas duras, adornadas con algún diseño en dorado y que estaba formado por una cuarentena de folios de cartulina negra, contenía una secuencia del registro de variados momentos de nuestras hasta entonces cortas vidas, pero que nos decían que doce años no era poco, y que llegar hasta ahí, había requerido esfuerzo. En esos años, cuando el teléfono celular era inimaginable, hacer fotografías sólo era para los momentos importantes. Nadie sacaba una foto de los chilaquiles que se iba a desayunar.

Prácticamente en todas las fotografías, nuestros rostros aparecían sonrientes. “¡Me acuerdo!”, “Ah, de esto también me acuerdo”, “Huy, mira. Ya no me acordaba…” Al dar vuelta a cada cartulina, lo que nos saltaba a la vista era nada menos que quienes éramos ya, cada quien, para entonces.

Llegando a la mitad, las hojas que seguían estaban vacías.

A partir de entonces seríamos nosotros quienes decidiríamos lo que habría de ser memorable en nuestras vidas.  No tanto lo que viviríamos, sino qué y cómo íbamos a registrarlo y sobre todo, cómo habríamos de contar (contarnos) la historia de nuestras propias vidas.

Hace año y medio nací de nuevo. O algo así.

Sin saberlo, dentro de mi cuerpo comenzaba a extenderse una mancha de células que taimadamente buscaban cumplir su misión aniquiladora. Mi corazón estaba roto, gravemente enfermo de desamor. Mi casa ya no era mi casa, y mi trabajo ya no le servía a nadie. Un ínfimo pero letal enemigo nos obligó a cerrar las puertas.

Busqué y por fortuna encontré el camino para recuperar la salud; no toda, pero bastante para disfrutar el estreno de cada día. Mi corazón quedó raspado, pero no rasposo; aguantará, si sucede de nuevo, el amor. Puse los muebles de mi casa otra vez sobre sus patas y sembré hierbas aromáticas y flores que perfuman mi cocina y adornan mis mañanas en el jardín. Y encontré algo que se parece al trabajo.

Salí a buscar, cruzando la puerta. No el portón físico de mi casa, sino el umbral de dimensiones siderales de la internet. Ahí encontré algo que no estaba buscando, pero que me atrajo. El taller de autobiografía novelada conducido por Rosita Nissán.

Escribir, se sabe, tiene algo de terapéutico. Escribir en coro, y leer en compañía, tiene un valor distinto. La polifonía de voces, de acercamientos e intercambios, añade riqueza y profundidad. El prolongado soliloquio de estos meses nos puso en riesgo de volvernos sordos a los demás.

La palabra “bonhomía” no tiene una forma en femenino. Una buena mujer no es de ninguna manera una versión de un buen hombre. Lo femenino tiene su propia forma y sustancia. Los hombres buenos son contenidos, sobrios, inamovibles. Las mujeres buenas son expansivas, abarcadoras, se ríen a carcajadas y saben dar y recibir amor a la medida de como es, aunque sea chiquito, pero saben hacer que crezca. Las mujeres buenas son madres de sus propios hijos, pero saben alentar el crecimiento de todo lo que tienen cerca, aun si parece que lo que hay, ya no dará para más.

Rosita, ha transformado la historia de su propia vida en esos textos hermosos y conmovedores. Hace mucho que Rosita tuvo doce años, quince, veinte… Rosita se hizo cargo de sus recuerdos y nos los cuenta con valentía y nos dice que la vida puede ser buena, aunque el camino tenga piedras y cuestas. Las voces diversas que convoca Rosita a expresarnos en su taller de autobiografía, han tenido en mí el mismo efecto que el álbum de fotografías que me dio mi madre:

Conocer a Rosita y participar en su taller, me han devuelto el valor de recordar, de recordarme para saber quién seré.

Se puede vivir. ¡Gracias Rosita!

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