AJEDREZ - Lola G. Casanova


De pronto, descubro un tablero de ajedrez en un lugar inesperado, parece un barandal. De hecho, no hay tablero, sólo son las piezas, de un lado las blancas, del otro las negras, puestas nomás, sin acomodo.  
Se dice piezas, no fichas. Mi  padre  está en la Casa del Lago, con Juan José Arreola  y otros universitarios, yo paso de una mesa a otra, viendo cómo juegan: camino lentamente, aburrida, sintiendo cómo ondea la falda de mi vestido rosa. Uso calcetines y zapatos blancos, de trabilla, que se cubren de tierra seca, arena café; muevo el pie adrede, para que se ensucien más. No se puede hablar, solo mirar. No hay otra cosa hoy, ni títeres, ni nadie con quien jugar a saltar la cuerda, balancear el aro en la cintura, en los brazos, a ver quien aguanta más. Solo miro. Veo aquí y allá, y aprendo a mover el caballo, la torre, el alfil.  Jaque, enroque, jaque mate. Me tildan de inteligente, hazte de fama, cuando en casa de mi amiga Carmen, me detengo a ver jugar a su papá y le “soplo” unas movidas dizque buenísimas, para que le gane a Rainer, su amigo alemán, el que llega en moto, una moto brillante, color vino, como mi pluma Pelikan nueva.
Mi hermano era un as del ajedrez. Bueno, cualquier juego, de mesa o de calle. Siempre ganaba. Estamos sentados frente a frente, en medio la mesita con el tablero. Cada vez que le toca jugar, se tarda un rato largo, pone una cara muy seria, está pensando con mucho cuidado su estrategia. Yo me aburro, no sé pensar, no planeo, muevo rápido. Jaque mate. No puede ser, otra vez. Enfurezco, me levanto violentamente y  aviento el tablero. Las piezas se riegan en el piso.  José se queda callado, estupefacto. Luego se pone de pie y fijando su mirada en la mía, pronuncia la sentencia: No vuelvo a jugar contigo, nunca. Y hasta ahora, lo ha cumplido.       

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