300 - Esther Solano
La lucha no cesa, el enemigo nos aventaja en número
por mucho. Cada día hay tres oleadas principales, pero el ataque nunca se
detiene por completo, es incesante.
Cuando parece que el batallón enemigo ha sido vencido,
que esa refriega ha terminado, que al menos habrá un momento de tregua. Un
respiro, un breve espacio para atender a los heridos con bálsamos y ungüentos,
prepararse para el siguiente enfrentamiento. Aparece un rival henchido de deber
hacia su bando que hace un ataque lateral, kamikaze, suicida, pero que nos priva del descanso, nos mina.
Aún agotados: continuamos. Aún enfermos. Aún heridos.
El Rey Leónidas tenía a sus trescientos guerreros
espartanos. Yo, sólo tengo mis dos manos contra este interminable ejército de
trastos sucios.
Hordas de sartenes, platos y cucharas toman por asalto
el fregadero. Vasitos inocentes acechan en el lugar más inesperado de la sala. Mientras hay tazas que tienden su redada en la recámara.
No espero ganar esta guerra, si acaso mantener al
enemigo a raya.
Cada traste caído bajo el fregón y el detergente
vuelve al ataque cubierto de grasa o mieles. Cientos, miles han caído. Sin embargo,
sé que cientos de miles se aproximan. Llenan mi futuro aún por escribir.
Todos los días: laborales o feriados. Sin descanso. Especialmente
tras aquellas celebraciones llenas de algarabía y regocijo emprenden ataques
rabiosos, haciéndose acompañar de copas y platones de formas inverosímiles.
Sin embargo, al igual que ellos, me mantengo en el
frente. Protejo mi bastión. Seguiré luchando hasta el último aliento, aun
cuando la crónica de esta guerra vaticine la derrota.
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