VIKINGA - Sandra Luna
A Luz
María Martínez Romero, in memoriam
Era temprano, faltaban 20 minutos para las 7. Apenas
terminé de dar vuelta a la llave principal, acudieron a recibirme ese silencio y ese olor. El silencio era peculiar porque no consistía tanto en la
ausencia de sonidos como en la sensación de que aquí muchas cosas quedaban sin
decirse. El olor añejo era algodón, lana, seda, madera, en lenta descomposición.
Para darle a ambos un poco de libertad, corrí las cortinas luidas y entreabrí
la ventana. La luz de la mañana se colaba perpendicularmente y la danza de los
corpúsculos en la atmósfera era un espectáculo casi hermoso de ver. Sobre la
cómoda de caoba –el único mueble de valía en la sala– la capa de polvo era
mínima. No podría decirse que ella llevara ya una semana fuera de casa.
Llené una cubeta de agua para cumplir
su primera encomienda: regar las macetas. Las plantas de sombra languidecían sin
gracia: anchas hojas verdes que no alcanzaban a contrastar con el amarillo
descolorido de las paredes. Me pareció que agradecían que colmara su sed. Me
pareció también que querían preguntarme por ella, pero no sabían cómo hacerlo. Me
salpiqué la cara para ahuyentar esas ideas. La otra planta estaba en su
recámara, una violeta con las flores secas. No era por sed; simplemente la
floración llegaba a su fin. Tomé unos pétalos y los molí con parsimonia. En el
silencio, su crujido se escuchó con claridad.
En el cajón indicado estaba la
libreta de direcciones. La hojeé. Su letra precisa, segura, enlistaba a poca
gente. Me busqué. Bajo mi nombre había varios números. Los primeros cinco
estaban tachados con una línea muy recta. La imaginé dedicando un par de
minutos a hacer la actualización: buscar la regla, la pluma, trazar la línea. Quizá
había especulado unos momentos sobre la razón para otro cambio de número. O no;
me constaba su discreción.
En su recámara el olor era más
penetrante. Era la ropa de cama, las pocas prendas colgadas en el ropero. Hasta
las fotografías sepia de gente hacía mucho tiempo ausente parecían contribuir a
esa sensación vetusta. Quise abrir también aquella ventana pero estaba trabada.
No se había abierto en mucho tiempo; el óxido había terminado por soldarla. Las
ramas de un fresno golpeaban el vidrio de manera más bien violenta; me pregunté
si esa impertinencia era la culpable de su mal sueño o si, más bien, lo
toleraba como una diversión para su insomnio incurable.
Cuando el viento menguó, una familia de mirlos
comenzó a acicalarse con mucho escándalo. Me había hablado de eso; dudé que
viviendo tan cerca de un eje vial hubiera espacio para esos pequeños milagros,
pero así era. La vi recostada en la cama, organizando su día, planeando cómo
darle la vuelta a los músculos cansados, al vértigo que a veces la inmovilizaba.
Encendí la radio en la mesita de noche; el locutor hablaba en la estación
universitaria sobre los excesos del dictador de un país lejano. La pensé sintiéndose inquieta por la
voz grave, por la dicción perfecta, imaginando cómo sería el hombre que las
poseía. La pensé indignada ante los delirios del tirano. Ella, tan espartana en
sus acciones concretas, pero tan ateniense en sus aspiraciones; la vi anotando
en su agenda conciertos y exposiciones anunciados en la radio, ignorando
eficazmente el drama cotidiano de los vecinos. La vi. La vi unos segundos. Después,
nuevamente su cama estaba tendida y lo demás guardaba el orden de costumbre.
Apagué el aparato.
Tuve que usar el baño. Luego fui la cocina por un vaso de
agua. El mismo patrón de austeridad en cada espacio, incluso en el desnudo
pasillo. Regresé a la sala para buscar el encargo final; me pidió que le
llevara dos discos compactos. “Son rojos”, me dijo. Uno estaba puesto en la
pequeña grabadora, sin etiqueta ni rúbrica alguna. Lo hice sonar un poco. Con
la música del piano, la casa adquirió un poco del rostro de hogar que se le había
desdibujado en los días recientes. De algún modo, la música combinaba con el frugal
gusto que dominaba la habitación. Contemplé todo con calma. Una fotografía de
los sobrinos cuando eran niños era lo único íntimo, personal. Incluso si no se
le parecían en nada; ningún rasgo tenían en común. No compartían su nariz
aguileña, el rostro alargado, los dedos huesudos, la mirada aguda la
inteligencia clara. Los objetos de ornato son pocos. Un juego de té que una
amiga le trajo de Marruecos. Una flor japonesa que ella misma pirograbó, muchos
años atrás, en un taller sabatino. Una cajita roja de olinalá. La abrí. El perfume
de la madera se había perdido, quizá porque estaba llena de monedas viejas. Tomé
algunas y las dejé caer de nuevo en la caja. El tintineo creó un eco metálico
que –me pareció– no iba con la casa. La música se interrumpió; seguramente el
disco tenía algún rayón. Apreté el botón de apagar y retiré el disco.
Cerré la ventana, corrí las cortinas. Verifiqué que en mi
bolsa estuvieran los discos y la libreta de direcciones. Tomé las llaves. Me
pareció que las plantas me hacían la pregunta al fin: “¿Cómo está?”
Ya fuera de la casa, mientras desayunaba, hice las llamadas
telefónicas que me pidió. Me detuve en un café internet, donde el encargado me
ayudó a pasar la música de los discos a mi teléfono móvil. A las 10, pedí el
pase de visita. Subí al tercer piso. Dormía. De espartana tenía ya muy poco.
Despertó cuando le coloqué los audífonos; la dejé escuchar varios minutos.
Sonreía. Entraba y salía del sueño; finalmente cayó en un estupor profundo. No
sintió cuando la besé, cuando le tomé las manos, cuando le dije que sus plantas
la querían de vuelta en casa.
A las tres de la tarde me llamó uno de los amigos de la
libreta. Minutos antes del final, me dijo, él le había leído “Nada te turbe”,
de santa Teresa. Le conté que la música, que yo no conocía, la había hecho
feliz. “Finlandia, de Sibelius –me
aclaró–. Su favorita.” Sonreí. Espartana no; vikinga, quién lo diría. Así, en
un drakkar, partió.
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